La propuesta del presidente Enrique Peña Nieto para elevar a rango constitucional el tema del matrimonio sin discriminación tiene varias ventajas. La primera de ellas es que eleva la edad de toda persona para poder contraer matrimonio hasta los 18 años. De esa forma se evita la tragedia de los matrimonios entre menores de edad.

Por otro lado, se introduce en la Constitución un tema que ha sido bandera reivindicatoria de diversos colectivos sociales en los últimos años.

El matrimonio igualitario se había abierto camino primero en la Ciudad de México y luego, de manera lenta y sinuosa pero firme, en la jurisprudencia del Poder Judicial de la Federación. Las personas homosexuales que querían casarse en las demás entidades federativas tuvieron que promover amparos, los cuales les eran invariablemente otorgados con base en los criterios establecidos por la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Si la reforma que propone el Presidente es aprobada, ya no habrá necesidad de seguir promoviendo amparos. Será la Constitución de todos los mexicanos la que asegure el derecho de las personas adultas a contraer matrimonio sin ser discriminados por su preferencia sexual.

Se ha dicho que, ya que el tema estaba claro y resuelto por los tribunales, la reforma a la Constitución es inútil. Yo creo que no. Me parece que las Constituciones tienen un papel simbólico de la mayor relevancia y un tema que ha sido tan polémico y ha generado tantos debates merece tener un lugar en nuestro texto constitucional.

Obviamente, la no discriminación para efecto de celebrar matrimonios homosexuales se extiende a todos los derechos que derivan de la suscripción de ese contrato civil. Y sí, incluye también (para desmayo de los grupos conservadores) el derecho de las parejas homosexuales a adoptar niños y convertirse legalmente en sus progenitores.

Las luchas por la igualdad y en contra de la discriminación siempre han encontrado profundas resistencias. Recordemos lo que tuvo que pasar en Estados Unidos para terminar con la esclavitud de las personas de color, las luchas que tuvieron que librar las mujeres para que se les reconociera el derecho a votar, lo mucho que tenemos que hacer todavía hoy a favor de migrantes y refugiados.

La historia de las luchas antidiscriminatorias ha estado llena de episodios vergonzantes, que demuestran la limitada capacidad de entendimiento y compasión que tenemos los seres humanos. Pero toda sociedad que quiera ser moderna debe ser capaz de cuestionarse a sí misma y de enfrentar con claridad los hechos discriminatorios que ocurren en su seno. México no es la excepción, ya que somos una sociedad profundamente desigual y discriminatoria.

Las encuestas disponibles señalan lo extendido que está el fenómeno discriminatorio. Desde luego lo está contra quienes viven en México, pero no son mexicanos por nacimiento (lo sé muy bien, por experiencia directa), pero también contra las personas indígenas, contra los pobres, contra las personas con discapacidad, contra los homosexuales, etcétera.

La iniciativa del Presidente va en la dirección correcta. El que haya generado rechazo de los grupos ultraconservadores es una excelente señal. No debemos olvidar que una sociedad decente es aquella que no humilla a ninguno de sus integrantes. Discriminar por preferencia sexual a una persona es humillarla.

Si la reforma constitucional finalmente se aprueba, será un primer paso de un largo camino a favor de la igualdad. La no discriminación se apoya en la fuerza de las leyes, pero su fundamento más importante es la sociedad en su conjunto. Cuando la sociedad asuma como propio el valor de la igualdad, lo menos importante será lo que digan las normas jurídicas.

En todo caso, lo que creo que merece ser reconocido en la iniciativa presidencial es el mensaje de fondo que nos está enviando: ese mensaje nos indica que otro México, un México sin discriminación, es posible. Ojalá pronto lo logremos.

Investigador del IIJ-UNAM

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