Cuando se masificaron en diversas partes del país las protestas por la desaparición de 43 normalistas en Iguala, el presidente Peña Nieto convocó al prestigioso Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) para realizar un estudio con el objetivo de identificar áreas de mejora en lo que se llamó “la justicia cotidiana”, es decir, el conjunto de mecanismos vinculados con la aplicación de la ley que más afectan a los ciudadanos comunes y corrientes.

El CIDE presentó públicamente los resultados de su análisis y el presidente se comprometió también de forma pública a darle seguimiento a las propuestas y tomar medidas concretas para evitar que nuestro sistema de justicia siga siendo —como lo es— un enorme aparato burocrático en el que salen beneficiados solamente quienes tienen más dinero o quienes optan por la vía del enriquecimiento rápido a través de actos de corrupción.

Hacer cumplir un contrato, ejecutar una deuda, cobrar una pensión alimenticia, hacer que avance una denuncia penal, son todos actos que en México requieren o tener muy buenos contactos o bien estar dispuesto en muchos casos a dar dinero a los funcionarios encargados del trámite. Algo tan básico como una simple notificación procesal ya requiere de un desembolso que se va al bolsillo de los notificadores. Ya no digamos la ejecución de un laudo laboral o de un desalojo forzoso. Todo tiene un precio en la justicia mexicana.

Los problemas son conocidos y fueron diagnosticados por el CIDE, pero nada ha sucedido desde la presentación de su informe. El presidente simplemente ha pasado página: no hubo iniciativas, no hubo foros de debate, no pasó nada y no parece que vaya a pasar nada por el resto del sexenio. Es decir, estamos ante una clamorosa simulación sobre la que tendrán que dar explicaciones quienes convocaron al ejercicio.

Hay muchas cosas que se pueden mejorar en la justicia mexicana. El CIDE sugería, con gran acierto, un rediseño profundo de la justicia laboral, hoy entrampada en ese pésimo diseño que tienen las Juntas de Conciliación y Arbitraje, que quieren ser verdaderos tribunales sin serlo del todo, y en cuyos procedimientos abunda la corrupción. ¿No sería una buena señal para los inversionistas extranjeros y para millones de trabajadores que tuviéramos en México una justicia laboral digna de ese nombre? ¿No ha llegado el momento de pensar en verdaderos tribunales laborales, adscritos quizá al Poder Judicial de la Federación?

Otro aspecto en el que algo tenemos que hacer tiene que ver con la calidad de los abogados mexicanos. Abundan entre los profesionales del derecho las anécdotas sobre abogados corruptos, negligentes, abusivos con sus clientes, no sujetos a ningún tipo de sanción, desactualizados y un largo etcétera. Seguramente son los menos, pero no hay forma de hacerles pagar por sus fechorías. Los colegios de abogados han reclamado que se avance hacia una colegiación obligatoria, siguiendo el modelo de otros países.

Aunque se trata de una muy buena idea, parece que nadie con capacidad de decisión ha querido abanderarla. En esa virtud, no parece que se vaya a aprobar en el corto plazo, con lo cual los más de 30 mil abogados que reciben cada año una cédula profesional para defender a las personas en sus derechos carecerán de mecanismos de control sobre su trabajo. Mala noticia para los usuarios de dichos servicios, pero muy buena para quienes no quieren actualizarse y no están dispuestos a rendir cuentas.

Mientras la opinión pública se fija solamente en lo que sucede en la Suprema Corte, la maraña de la justicia mexicana de menor cuantía o de primera instancia naufraga una y otra vez. Parecía que el presidente quería entrarle en serio a ese tema, pero ya estamos viendo que se trata de una promesa más incumplida. Otra que podemos agregar a una lista que se va haciendo preocupantemente larga conforme avanza el sexenio.

Director del Centro de Estudios Jurídicos Carbonell AC

@MiguelCarbonell

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