Tengo para mí que buena parte de nuestra clase política sigue sin comprender que la batalla más importante que ha de librar en el futuro próximo está en la corrupción. No es que no consigan entender la relevancia de este tema —como lo haría cualquier mortal inteligente—, sino que no logran desprenderse de las rutinas que aceitan sus vínculos políticos y los mantienen en el centro de las decisiones.

Admito que romper rutinas no es tarea sencilla. Por el contrario, se trata de uno de los mayores desafíos que afrontan los gobiernos en cualquier lugar del mundo. Pero hay circunstancias en las que modificar los patrones habituales de conducta se vuelve, lisa y llanamente, un asunto de sobrevivencia. Y percibo que nuestra clase política todavía no ha llegado a esa conclusión y que la mayor parte de las personas que la integran sigue respondiendo a la indignación acumulada desde las mismas prácticas que la originaron.

Tengo dos indicios que respaldan esta percepción: de un lado, el de su mirada obsesivamente fija en las siguientes elecciones. En vez de hacerle frente al problema de la corrupción con el sentido de profundidad y urgencia que reclama, los políticos siguen abordando el tema como recurso discursivo para colocarse en el mejor sitio disponible. No acaban de asumir que, cada vez que acusan a sus adversarios por hacer mal uso de los dineros públicos —en cualquiera de sus múltiples modalidades— se disparan en los pies, pues para la mayor parte de la sociedad (aunque nos disguste la injusticia de la generalización) todos son iguales.

No obstante, los dirigentes se acusan entre sí como si no formaran parte de la misma escena. El PAN llama a combatir la corrupción mientras lidia con sus pecados reiterados, el PRD se duele de las trampas cometidas por sus adversarios mientras se destaza por el control de posiciones, el dirigente de Morena se autoproclama como encarnación de honestidad mientras afianza su candidatura para el 2018 y el Presidente de la República se alarma del auge de los populismos mientras la corrupción persiste y las normas para contenerla avanzan con paso de tortuga. La narrativa agregada del conjunto habla del futuro. Pero del futuro electoral.

Mi segundo indicio está en la forma en que el gobierno y los legisladores vienen abordando el tema. Es verdad que en estos años hemos visto y celebrado grandes cambios constitucionales, pero al pasar a la hechura de las leyes secundarias las rutinas vuelven a imponerse: amarrados a sus prácticas parlamentarias habituales, los partidos compiten con la misma fuerza por hacerse de la nota principal del día siguiente, que por mitigar los cambios excesivamente audaces. Una ecuación poco probable que, sin embargo, se resuelve pateando las decisiones principales hacia delante.

El problema es que el futuro ya no está muy lejos. Si al cumplirse el plazo para modificar las leyes que —algún día— permitirían combatir la corrupción a fondo, sucede el parto de los montes, la clase política habrá de enfrentar el costo inexorable de haber engendrado a un ratón. Y dudo que, en esas circunstancias, los discursos de campaña alcancen para contener la verdadera erupción que sobrevendría al final de este sexenio.

Albergo el mayor deseo de estar equivocado. Pero hasta donde alcanzo a ver, la agenda del combate a la corrupción se está procesando más o menos como cualquiera otra, con los viejos hábitos morosos, calculados y negociadores con los que suelen atenderse los temas rutinarios de la vida pública de México: como una más de las cosas que deben atenderse en el camino, entre los pasillos, los intercambios y los acuerdos oportunos, sin mayor apremio ni profundidad. Si esto es cierto, las rutinas corrompidas serán inútiles para enfrentar los efectos de la indignación.

Investigador del CIDE

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses