Luego de sostener un diálogo con estudiantes y profesores de la UAM Xochimilco sobre las recientes reformas constitucionales en materia de transparencia y combate a la corrupción, Manuel Canto planteó la pregunta fundamental: ¿Cómo integrar la participación ciudadana en esas tareas, sin pasar por el control de los partidos políticos? Mi respuesta fue automática: no se puede evitar esa aduana, pero sí se puede exigir que sea transparente y profesional. Sin embargo debí añadir: aunque, de momento, eso seguirá dependiendo de los dirigentes de la clase política.

Lo que no se puede negar es que el desencuentro entre dirigentes políticos y sociedad no es cosa trivial y que la desconfianza entre unos y otros tiene razones de mucho peso. Para escampar el terreno, paso de prisa por el argumento de quienes sostienen que ese divorcio es ficticio, pues la gente sigue votando y los procesos electorales siguen integrando la representación política. Quienes defienden esa única forma de normalidad democrática omiten bibliotecas enteras, tratando de tapar el sol con un dedo. La verdad es que la desafección de la sociedad con la democracia pasa también por la calidad de la representación ofrecida y por el ejercicio (no) democrático de la autoridad. Distribuir el poder mediante procedimientos legítimos es cosa muy diferente a convalidar las decisiones de quienes lo ejercen.

Que México ocupe el último lugar del Latinobarómetro 2015 en cuanto a satisfacción social con la democracia es un dato contundente: 81 de cada 100 mexicanos está inconforme con el funcionamiento del régimen; y no es casual que la aprobación del gobierno (con solamente 35%) esté en sus niveles más bajos. De manera sistemática, además, los partidos políticos y los legisladores aparecen en los últimos lugares de todas las mediciones de confianza institucional. En cada nuevo proceso electoral, las clientelas han venido llenando los huecos entre los ciudadanos y la clase política. Pero todos sabemos que la emergencia de candidatos independientes y de movimientos ajenos a las instituciones formales es ya una amenaza palpable al régimen de partidos.

Ensimismada y atrapada en sus propias redes (la grilla nuestra de cada día), la clase política no parece acusar recibo del riesgo en el que se encuentra y reacciona desde sus prácticas habituales: más clientelismo, más gastos para pagarlo y más corrupción para financiarlo. Algunos dirigentes políticos se acercan, en ocasiones excepcionales, a las organizaciones sociales que han decidido apostar por fortalecer las instituciones democráticas del país, pero muy pocas veces lo hacen para construir una agenda abierta y común; lo que buscan es, más bien, legitimación y respaldo a sus posiciones. Pero ganar adeptos incondicionales no es lo mismo que dialogar con franqueza para encontrar soluciones afines. De modo que esos ensayos tropiezan y pierden continuidad.

De ahí que la pregunta planteada por Manuel Canto no tenga una respuesta definitiva: de un lado, porque es imposible imaginar la consolidación de la democracia sin partidos políticos; pero de otro, porque nuestros partidos no pueden o no quieren encauzar la participación autónoma de los ciudadanos para recuperar su confianza. Los quieren atados a sus programas, sus liderazgos y su ideología, sin ceder nada a cambio: confianza a ciegas, ganada a golpe de discursos políticos y repartos de dineros, puestos y presupuestos, sin asumir que es justamente esa forma de hacer política la que los ha distanciado cada vez más de los ciudadanos de a pie.

Así y todo, con ellos o contra ellos, México necesita instituciones democráticas sólidas. Y la democracia tampoco puede existir sin una amplia, informada, libre y consciente participación ciudadana. Quizás la respuesta estará en el camino.

Investigador del CIDE

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