Hace unos meses celebré, en este mismo espacio, las decisiones tomadas por el Senado de la República en torno del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA). Sigo pensando que se trata de la reforma federal más audaz que se haya promulgado para comenzar a contrarrestar las malas prácticas de la administración pública mexicana y para bloquear a quienes, en general, abusan de las atribuciones o los recursos públicos que la sociedad pone en sus manos.

Se trata de una reforma profunda y de largo aliento. Cuando entre en pleno vigor, dentro de quince días, pondrá en movimiento una compleja maquinaria institucional; modificará el anquilosado sistema de responsabilidades que habíamos venido arrastrando por décadas; exigirá que se conozcan públicamente datos que hasta hoy se habían venido ocultando o entregando por gotas; y promoverá nuevas vías para que la sociedad se organice y participe activamente en el combate a la corrupción. Es un desafío inédito para la clase política (y también para los ciudadanos).

Desde su concepción, el SNA ha tenido enemigos de toda índole. Los más primitivos lo han desdeñado por ignorancia, pues se trata de un diseño que combina pesos y contrapesos, sistemas digitales, leyes y organismos que generan lo que su nombre indica: un sistema, cuya operación exitosa no sólo dependerá de las capacidades de los organismos que le darán vida, sino de la vigilancia que seamos capaces de imprimirle los ciudadanos. Otros, en cambio, lo han atacado porque simplemente no les conviene: unos por corruptos que se sienten amenazados y otros porque criticarlo les es rentable electoralmente. Los extremos se juntan.

Lo que resulta increíble es que el ataque más virulento de todos los que se han enderezado hasta ahora contra el SNA, haya provenido del mismísimo Senado de la República, en la voz de quien preside y representa a esa institución del Estado. Y más todavía, que ese ataque —carente de objetividad y plagado de frases airadas— tenga todos los visos de una declaración de guerra en contra de las personas que esa misma Cámara designó para integrar, por mandato legal, el Comité de Participación Ciudadana.

Doble disparo en los pies: a su obra legislativa y a quienes, por decisión del propio Senado, actuaron en su nombre para darle vida a una de las piezas principales del entramado institucional del sistema. Algunos colegas me han hecho ver que se trata de una “jugada” para modificar la composición de la Comisión de Selección nombrada por el Senado por tres años o, en todo caso, para someter al Comité de Participación Ciudadana antes de que comience 2018. Otros conjeturan sobre las diferencias personales que ha habido entre el senador Escudero y algunos de los miembros de esa Comisión. Otros más, incluyen en la ecuación la disputa por la candidatura del PRI a la Presidencia de la República.

Por las razones que sean y más allá de las intenciones que hayan inspirado ese ataque, la especie divulgada ha causado un daño imprudente y una confusión que debe llamarnos a la conciencia y la acción inmediatas: las leyes ganadas para combatir a la corrupción deben cumplirse a pie juntillas, por encima de grillas y bolas de humo. Cometeríamos un error garrafal si cayéramos en la trampa de confundir al SNA con la eterna batalla por capturar puestos públicos.

Comprendo que el poder político es mucho más potente cuando destruye, que cuando crea. Pero esta vez, y aun a despecho de este odioso episodio, no debemos bajar la guardia. Una vez puesto en vigor, el SNA debe ser impulsado activa y masivamente por los ciudadanos que todavía creemos que nuestro país merece una administración pública digna y honesta. Esas leyes y esas instituciones no le pertenecen a la clase política, sino a nosotros. Que nadie se llame a engaño.

Investigador del CIDE

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