¿Qué pasaría si la mayoría de las personas hiciéramos nuestra la política, en lugar de creer que es una actividad ajena o incluso obscena? ¿Si nos ocupáramos de vigilar los compromisos que cada partido asume con la sociedad, de hacer valer todos y cada uno de los derechos que nos otorgan a través de su representación legislativa y de exigir respuestas, con datos y razones puntuales, cuando alguno sea incapaz de cumplir con la tarea asignada o de llevar a cabo una política pública ya definida? ¿Qué pasaría si en lugar de mirarlos con ferocidad los llamáramos a competir por ofrecernos la mejor respuesta a los problemas que vivimos?

De ser así, no tendríamos un país ingobernable, decadente y enconado sino una democracia activa. Eso creo. Tampoco tendríamos tan escasos medios sociales y políticos para defendernos de los abusos que se cometen todos los días en nuestra sociedad y no confundiríamos tan obstinadamente las instituciones con las personas que las ocupan, ni los derechos de los que somos titulares con los organismos responsables de garantizarlos. Quizás también comprenderíamos la enorme relevancia de la pedagogía pública que emana de las élites en cada uno de sus actos y de sus decisiones, de sus palabras y de sus silencios, y el efecto que eso causa en nuestras relaciones cotidianas.

Para situar este argumento en las noticias que corren estos días, quizás dejaríamos de creer, por ejemplo, que la calidad de la democracia mexicana depende solamente de las decisiones tomadas por el INE y no de la conducta sistemáticamente opuesta a las reglas del juego de quienes no tienen más oficio que competir por el poder. Quizás comprenderíamos que nuestro derecho a saber —ya ganado y consolidado en la Constitución y en las leyes que nos rigen— no descansa en la conducta de los comisionados del Inai sino en nuestro interés por las cosas públicas que nos atañen. Quizás asumiríamos que la falta de fiscal anticorrupción o de magistrados de la nueva sala del Tribunal de Justicia Administrativa no impiden de ninguna forma que las nuevas leyes construidas para combatir negligencias y abusos de poder se cumplan a cabalidad. Quizás entenderíamos, en suma, que los intermediarios no son dueños de nuestra democracia sino conductos para organizarla, y nada más.

Pero me desvío de lo fundamental. Mi punto es que nos hemos distanciado de la vida política de México en el momento justo en que necesitamos estar más cerca de ella, precisamente porque está en riesgo nuestra convivencia; y que —aunque cueste mucho entender esta obviedad— la organización de nuestras relaciones como sujetos activos de la vida pública no depende solamente de los dirigentes de partidos ni de los intermediarios que ellos mismos van nombrando.

Nos equivocamos mucho cada vez que cedemos un espacio nuevo a los intermediarios y más todavía cuando damos media vuelta ante sus abusos o sus despropósitos. Nos equivocamos creyendo que la política es cosa ajena a nuestra vida diaria. Y nos equivocamos también cuando decidimos matar al mensajero, suponiendo que podemos prescindir de las instituciones, reproduciendo en nuestros propias actos las mismas conductas que rechazamos en los otros.

Ayer me preguntaron por qué no milito en un partido. Respondí con lugares comunes: porque no me siento representado; porque sus dirigentes forman una élite excluyente; porque no me gusta o no consigo identificar su ideología; porque aunque con frecuencia comparto sus diagnósticos, no comparto sus soluciones ni mucho menos los medios que proponen para llevarlas a la práctica; o porque, de plano, desconfío. Pero me habría gustado responder de otra manera, porque militar en la política —aunque no se viva de ella profesionalmente— es una tarea que todos deberíamos compartir. Con sinceridad, no me imagino otra forma de salvar a México.

Investigador del CIDE

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