Si viviéramos en un régimen parlamentario, nuestro sistema de partidos sería mucho más eficiente. Estarían obligados a definir sus perfiles con mayor nitidez para hacerse de un lugar propio en el parlamento y, tras los comicios, formar gobierno con otros partidos más o menos afines. Si las diferencias entre las principales fuerzas políticas fueran irreconciliables y los votos impidieran generar una mayoría estable, habría la necesidad de convocar nuevas elecciones hasta garantizar un horizonte de gobernabilidad aceptable.

Pero no vivimos en un régimen parlamentario, sino en uno presidencial, en el que todos los partidos compiten por formar gobierno sobre la base de un solo puesto y en el que el ganador (cree que) se lleva todo. En este régimen nuestro, la existencia de tres o más partidos potentes tiende a fragmentar las preferencias electorales, de modo que el triunfador de las elecciones presidenciales quedará condenado a llegar al Ejecutivo —a menos que sucediera un milagro— con el modesto respaldo de una minoría. Quienquiera que sea el Presidente vivirá una quimera: tendrá un poder acotado y desafiado desde un principio por sus adversarios políticos.

Nuestro régimen tiene contrapesos verticales y horizontales, encarnados en el federalismo y en los poderes Legislativo y Judicial, más una larga lista de órganos autónomos del Estado. No añado aquí a los poderes fácticos, que ameritarían un análisis diferente (aunque no menos relevante). Baste con mencionar a las autoridades formales para comprender que es muy improbable que el próximo Presidente de la República pueda gobernar con éxito. En las condiciones actuales, para hacerlo, el vencedor tendría que aglutinar mayorías inverosímiles en todas las elecciones que habrán de celebrarse el próximo año.

En el parlamentarismo, se pactan programas de gobierno después de tener el veredicto electoral de los ciudadanos. En el presidencialismo, se organizan coaliciones pragmáticas antes de los comicios o segundas vueltas, que no sólo diluyen la oferta ideológica entre competidores distintos, sino que generan fuertes incentivos para la polarización y el conflicto. Los regímenes parlamentarios pueden terminar antes de su periodo si no consiguen garantizar estabilidad, mientras que los presidenciales están forzados a la permanencia, aun a despecho de enfrentar crisis de ingobernabilidad.

En suma, desde la mirada del manual de ciencia política, tenemos el peor panorama posible: el más conflictivo y el menos eficiente en la entrega de resultados. El predominio de un solo puesto por encima de los demás, no sólo nubla la importancia de la elección de legisladores, gobernadores y presidentes municipales, sino que engaña a los ciudadanos con la falsa idea de que el próximo Presidente podrá resolver todos los problemas de México. Para que eso fuera verdad, repito que tendría que ocurrir un milagro o bien, tendrían que reconstruirse los infames aparatos políticos que hicieron posible la hegemonía de un solo partido durante buena parte del siglo XX. Es decir, tendría que liquidarse a la democracia.

Nada de lo que estoy escribiendo es nuevo, ni es ignorado por la clase política mexicana. Sin embargo, hacia allá vamos de nuevo, aun a sabiendas de lo que sucederá. La única alternativa sensata ante esta crónica de otra catástrofe anunciada, es crear un cerco ciudadano de conciencia y acción compartidas, para exigir la salvaguarda de nuestros derechos en cualquier escenario que venga, por encima de las ambiciones de los intermediarios que siguen obstinados en el guión conocido —esta vez como farsa— para repartirse, acaso, los añicos de lo que haya quedado después de las elecciones. Si todos sabemos que esa mecánica nos lleva al desfiladero, sería absurdo permanecer pasivos. Todavía hay tiempo para despertar de esta pesadilla.

Investigador del CIDE

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