Hace tiempo que debimos rectificar el rumbo de nuestra democracia malquerida. Rectificar digo, porque nos equivocamos. Nos equivocamos mucho cuando permitimos que se instalara en México la falsa versión según la cual la democracia consistía solamente en el reparto del poder. Nos equivocamos cuando la confundimos con la pluralidad, a secas. Nos equivocamos cuando permitimos que los intermediarios políticos suplieran poco a poco la voluntad del pueblo, mientras se iban convirtiendo —ante nuestra mirada— en maquinarias burocráticas, en aparatos de poder o en cofradías destinadas únicamente a ganar votos y a velar por sus propios intereses.

Nos equivocamos creyendo que la próxima sería la buena y nos equivocamos todavía, creyendo que la próxima será la buena. Nos equivocamos porque no es así. Porque no hay próxima, ni hay buena, donde la sociedad está rota, fragmentada, marginada, pobre y sometida. No hay próxima ni buena en un país cuyos niveles de desigualdad son peores que los de la mayor parte del planeta; cuyos niveles de violencia sólo se comparan con los países que están en guerra; cuyos niveles de desencanto y frustración política son los más altos de América Latina.

Nos equivocamos creyendo que repartir el mando entre partidos diferentes resolvería nuestros problemas, porque olvidamos que el mérito y no el dinero es el cimiento del espíritu republicano. Nos equivocamos porque el Estado no está formado por los empresarios de la política que se han adueñado de él, sino que es de nosotros; porque la democracia no la encarnan ellos, quienes han usurpado la representación popular, sino nosotros; porque las instituciones públicas son nuestras.

En el camino, y a pesar de todo, hemos pugnado por defender y ensanchar nuestros derechos. Hemos ideado y diseñado leyes para exigir igualdad de trato entre todas las personas; para que los recursos públicos se distribuyan y se ejerzan con sentido igualitario; para saber lo que se hace con nuestro dinero; para que los gobiernos actúen con honradez. A pesar de todo, hemos construido instituciones para hacer valer esos derechos. Para combatir desigualdad y corrupción.

El domingo pasado, un amplio grupo de ciudadanos convocamos a utilizar juntos, en bola, colectivamente, ese puñado de leyes que hemos ido arrancando al régimen político a jirones. Convocamos a que nadie se sienta solo, a que vayamos juntos, con las leyes en la mano. Pero no como gestores de casos aislados, individuales, sino para identificar a quienes obstaculizan el ejercicio igualitario de nuestros derechos. Nuestra propuesta es revelar esas situaciones y señalar a esos actores concretos que de manera reiterada fallan en el cumplimiento de sus obligaciones y vulneran la vida pública con su negligencia, opacidad y discrecionalidad; y entonces, unidos, obligarlos a enmendar sus despropósitos.

Creemos que de manera colectiva, organizada y pacífica —a conciencia y en uso de los medios que nos otorga el Estado democrático— podremos ir cambiando el egoísmo por fraternidad, el miedo por valor, la mentira por verdad. Las injusticias tienen nombres y apellidos, víctimas y victimarios, pero no se resolverán si seguimos mitigando sus consecuencias de manera fragmentaria, caso por caso, sin enfrentar su origen y sin confrontar a quienes las generan.

No será sencillo ni inmediato. Pero en la medida en que la respuesta a esa convocatoria se multiplique tanto como ha sucedido en estos días, poco a poco iremos formando colectivos ciudadanos entre quienes han padecido agravios similares, sistemáticos, para hacer respetar la dignidad y la igualdad del pueblo ante la ley. Por eso tenemos que hacer pedagogía pública: explicar una y otra vez, sin cansarnos y detalladamente, que nosotros somos los titulares de la soberanía.

Investigador del CIDE

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