Faltan diez días para los comicios. Pero cada vez es más evidente que el mundo endogámico de los partidos no acaba de conectar con el mundo de vida de la sociedad. Conozco el discurso oficial: habrá elecciones organizadas, muchas personas saldrán a votar (bueno, no muchas), habrá ganadores y perdedores, un número relevante de perdedores se llamará a agravio, habrá impugnaciones, declaraciones y resoluciones, recomposición de algunos mapas políticos locales y, al final, nuevos regidores, síndicos, diputados, alcaldes y gobernadores tomarán posesión de sus cargos. He aquí el ciclo de la democracia en su versión formalista.

La aparente normalidad democrática que describe ese ciclo se contradice, sin embargo, con los contenidos tan agresivos como triviales de las campañas desplegadas en estas semanas. Me resisto a aceptar la categoría académica de “campañas negativas” para referirme al rosario de insultos y acusaciones que se han cruzado entre los partidos, porque lo que hemos visto habla mucho más de un pleito entre pandilleros que de la intención de entender al país. Nuestra clase política está ensimismada: se está quemando en sus propios caldos, mientras la sociedad civil —no la que está organizada, sino la otra, la verdadera— se va saliendo masivamente del escenario.

En el camino, además, los partidos siguen contribuyendo a la degradación de la vida política nacional. Son víctimas y victimarios de sí mismos: desde el PRI hasta Morena, en cada nueva oportunidad añaden nuevas razones para el desencanto. Según sus propios dichos, unos son mafiosos y otros narcotraficantes, otros ladrones o pederastas y todos (menos el candidato que habla) corruptos e ineptos. La idea de la democracia como pluralidad y construcción colectiva está rota. Los dirigentes políticos mexicanos no consiguen vivirla sino como democracia de turnos: la pelea por los puestos públicos emprendida a codazos y a cualquier costo. Ninguno ha sido capaz de aportar una sola idea para dignificar la política, más allá de ponerse a sí mismos como los salvadores definitivos de la nación. El modelo AMLO se volvió escuela: sólo yo y sólo junto a los míos; todo lo demás es un asco.

Al confrontar dichos y hechos, sin embargo, ninguno se salva. El INE ha producido ya varios informes para llamar la atención de la opinión pública sobre el mal uso que los partidos están haciendo de los dineros públicos y de sus omisiones en el proceso de fiscalización. La dignidad de los contendientes en esa materia no se defiende porque alguno haya honrado la ley y los otros no, sino porque algunos candidatos han sido un poquito menos incumplidos que los demás. Ocupados en arrojarse la basura del régimen, tampoco se han interesado en contarnos la biografía de las personas que están compitiendo ni, mucho menos, de abrirse al escrutinio de sus declaraciones patrimoniales, de conflictos de interés y de obligaciones fiscales. La presión los ha vacunado de esa exigencia. No sabemos quiénes son, ni cómo llegaron, ni cuánto tienen, ni cuáles podrían ser sus redes. No sabemos nada.

Lo que vemos, acaso, es la contienda por el botín, agravada por la evidencia pública del mal uso de puestos y presupuestos —a todo lo largo del espectro político— para allegarse un poco más de dinero, para repartir programas sociales, para construir clientelas políticas y para ganar voluntades repartiendo frijol con gorgojos (gran frase), incluyendo por supuesto a Morena. La dignidad de la vida en común atropellada y vejada por las ambiciones sin freno de esta clase política, integrada por los juniors de la transición democrática. Se quedaron con la herencia que tanto costó edificar en el último tercio del siglo XX y se han dedicado a dilapidarla. La política está hecha añicos y el 5 de junio se repartirán los pedazos. Felicidades.

Investigador del CIDE

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