Hace unos días, una joven alumna me recordó una vieja lectura: La marcha de la locura, de Barbara W. Tuchman. La autora pasa revista a algunos de los episodios históricos más conocidos —de Troya a Vietman— en que los gobernantes tomaron decisiones que los llevaron a la derrota de sí mismos, a pesar de contar con toda la información y todos los medios para evitarla. La categoría analítica que utiliza es la locura: la pérdida del buen juicio, basado en la experiencia, el sentido común y la información.

La clase política mexicana está viviendo un momento que encaja perfectamente con esa categoría. A ninguno le escapa la gravedad de la crisis moral por la que está atravesando el país (¿cómo podrían ignorarlo, cuando el contenido central de sus campañas consiste en acusarse recíprocamente de sus nexos con el crimen organizado?); ninguno ignora los efectos devastadores que está generando esa crisis; y ninguno es ajeno a las consecuencias que les traerá, si no se detienen y no actúan de inmediato para rescatar la integridad del régimen del que son parte.

Hasta hoy han tenido la oportunidad de convocar a un periodo extraordinario en las cámaras para poner en marcha el Sistema Nacional Anticorrupción. Quienes hemos seguido y aun participado de cerca en el diseño institucional de ese sistema, sabemos con toda evidencia que no hay razones técnicas ni jurídicas para negarse a seguir adelante con el proceso legislativo y que los obstáculos que se han levantado están hechos de humo; y también sabemos que la clase política está consciente de que detrás de ese humo no hay nada más que sus propias palabras, publicadas en los periódicos. Lo saben ellos, lo sabemos nosotros y lo sabe cualquiera que haya atestiguado este proceso crucial para la vida política del país.

Si no logran aprobar el Sistema Nacional Anticorrupción será muy difícil reconstruir la oportunidad de emitir un mensaje de esperanza —al menos ese mensaje— para comenzar a lidiar con el mayor problema de credibilidad que haya enfrentado el sistema político desde la guerra de 1847 con Estados Unidos. No exagero: el país ha vivido muchos desafíos a lo largo de sus dos siglos de historia, incluyendo los dos imperios, la Revolución Mexicana, la llamada Decena Trágica, los conflictos electorales de 1988 y 2006, los magnicidios y la rebelión zapatista de 1994, pero sólo una vez había tenido una crisis moral de esta magnitud: una donde la violencia, el crimen organizado, la desconfianza social, la corrupción, la impunidad y el marasmo del régimen se hayan mezclado hasta amenazar sus cimientos.

No obstante, sumida en su propia locura, la clase política ya ni siquiera consigue atisbar al 2018: los dirigentes están mirando el periódico de este día y, acaso, a las elecciones del 5 de junio. Sus ojos no logran ver más allá. Unos creen que el sistema anticorrupción es una bandera para ganar votos y no más; otros quieren quedar bien con el Presidente; otros, alzarse como adalides de la intransigencia, sin ofrecer nada a cambio; otros, regodearse en los caldos de las redes sociales; y otros más, salir en la foto, aparecer en los medios, disfrutar la lujuria del espacio político. Pero todos saben que si el Sistema Nacional Anticorrupción no prospera, nadie quedará a salvo. No habrá explicaciones plausibles y se habrán hundido entre todos, porque nunca hubo más evidencia para probar inequívocamente que ese sistema tuvo todas las condiciones para comenzar a formarse, con apenas un toque de ética de la responsabilidad.

Tal vez tenga que ser así. Quizás sea indispensable que la crisis moral sea más grave, para advertir qué tan honda es la ceguera de la clase política. Pero si deciden romper y hundirse entre todos, habrá que prepararse para volver a empezar, volver a empezar, volver a empezar…

Investigador del CIDE

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