Del desencanto hemos pasado a la degradación de nuestras relaciones. No es lo mismo sufrir la decepción de las expectativas no cumplidas, que constatar los datos que nos hablan, en conjunto, de una mayor desigualdad social y del incremento neto de las personas en pobreza; de la falta de crecimiento económico y de empleos bien pagados; del recorte de los gastos públicos; de la violencia sistemática y el evidente empoderamiento de los grupos criminales; de la corrupción rampante y, como corolario inexorable, de la creciente (y fundada) desconfianza en las instituciones públicas.

La única de las afirmaciones anteriores que se basa en percepciones es la desconfianza. El resto responde a datos duros derivados de fuentes oficiales y del periodismo de investigación, pero entrambas hay una cadena causal: los discursos políticos y el afán de divulgar buenas noticias, deliberadamente construidas para contrarrestar la sensación de deterioro, chocan cada día con esos datos que contradicen el ánimo ya festivo o justificatorio del gobierno —“estamos domando a la condición humana” o “en otros países están peor”— y profundizan la percepción de desconfianza, con el añadido de que los poderosos quieren engañarnos.

No es una ecuación sencilla, pues el incremento de la desconfianza acaba, a su vez, convertida en una de las causas que impiden atraer nuevas inversiones, resolver problemas colectivos de seguridad urbana, promover negocios productivos, redistribuir ingresos, afirmar las reglas para impartir justicia o tomar las decisiones políticas difíciles. La confianza es una de las herramientas necesarias para la factibilidad de los gobiernos. Pero no sólo se construye con palabras y, menos aún, cuando éstas no están articuladas en torno de un discurso coherente y comprensible, capaz de trasmitir una narrativa que vaya más allá del día siguiente.

Tengo para mí que hemos ido perdiendo la capacidad de dialogar, sobre la base de criterios básicos de sobrevivencia como sociedad; es decir, de un grupo de personas que se identifica por su nacionalidad —porque somos mexicanos— y porque este solo hecho es capaz de trasmitir valores más o menos extendidos e imaginar proyectos de vida más o menos compartidos. La degradación que se cifra en números también se expresa en las palabras. Tiene razón Martha Nussbaum: el amor por la especie humana, por la patria o por los nuestros también es, al final del día, amor propio. Y del mismo modo que en el matrimonio o entre amigos, no hay sociedad capaz de prosperar sin el respaldo de un conjunto mínimo de emociones compartidas (Political emotions).

Comprendo que en medio de la frialdad de todos esos datos duros y del diálogo de sordos en el que estamos conviviendo, hablar de amor puede sonar trivial y cursi. Pero no estoy hablando de romanticismo sino de sobrevivencia: de conservación del grupo al que pertenecemos y al que, aparentemente, hemos empezado a odiar, porque ya no nos trasmite sentimientos de afinidad, de solidaridad, de compromiso y de responsabilidad hacia los otros, sino de injusticia, de discriminación, de abandono y de violencia. ¿Quién puede amar a otro y disponerse a protegerlo, si la respuesta es casi siempre hostil, huidiza, calculada?

Ya que no es posible revertir los datos de la degradación en corto plazo —pues nadie sensato ni honesto se atrevería a sostener que cambiarán pronto—, al menos tendríamos que reconstruir el diálogo social en función de nuestra convivencia, pensando en los valores que nos permitan entrelazarnos nuevamente como individuos. Amar a México es absurdo si nos detestamos como sociedad y si somos incapaces de convivir todos los días, haciendo lo posible por imaginar y construir proyectos compartidos, a partir del hecho simple y llano de que aquí habremos de seguir viviendo.

Investigador del CIDE

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