Quizás no sea inútil insistir en que la causa principal de este nuevo escándalo es, una vez más, la corrupción que está haciendo pedazos a México. No sólo la de los principales operadores políticos, sino la del conjunto de estructuras que nos hemos dado para organizar el país. Es obvio que la fuga del Chapo Guzmán no habría sucedido sin el concurso de una larga cadena de individuos involucrados quienes, por temor, dinero o influencia, prefirieron colaborar con el capo en vez de honrar sus obligaciones legales. Todos hemos atestiguado por enésima vez que la eficacia de la corrupción fue muy superior a la capacidad legal del Estado.

Sin embargo, El Chapo Guzmán no constituye una categoría singular: hay “chapos” grandes y chicos por todas partes, que han hecho de la burla a la ley una práctica cotidiana para los más diversos propósitos; desde la forma en que los operadores del transporte público conducen sus vehículos para ganar más dinero, hasta el trasiego de drogas y personas entre fronteras, pasando por la negligencia deliberada del Ministerio Público, la contratación caprichosa de servidores públicos, la venta descarada de licencias de construcción, la licitación amañada de adquisiciones y de obras públicas, la entrega clientelar de programas sociales, la supervisión del comercio o de los avances de obras, la venta de sentencias y resoluciones por jueces y órganos colegiados, la compra de propaganda o el usufructo de la negociación sindical, entre un largo y torcido etcétera. El Chapo puede ser el más grande, pero está lejos de ser el único miembro de la especie de corruptores que está depredando al país.

Por supuesto, nada de eso sucedería si tuviéramos un Estado decente. Pero no me refiero solamente a los grandes políticos (¡por favor, no hagamos de esto un nuevo argumento para justificar campañas políticas!), sino al entramado de reglas, procesos, funcionarios y medios públicos destinados a civilizar nuestra convivencia. Es en ese conjunto de raigambre burocrática donde se ha incubado la corrupción y donde la impunidad admite todas las fugas. No tengo ninguna reserva en culpar a los dirigentes políticos del país del deterioro en el que estamos viviendo, pero de nada servirá cambiarlos una vez más —esa película ya la vimos—, mientras las redes que auspician y fomentan la corrupción sigan intactas.

Con un hálito de esperanza, me gustaría imaginar que la fuga del Chapo debería servir para promover una gran movilización de la sociedad en contra de la corrupción. O para decirlo mejor: a favor de nuestra sobrevivencia. Una movilización que comprenda que el Sistema Nacional Anticorrupción solamente sirvió para abrir la puerta a las reformas que todavía no suceden y que son cada día más urgentes.

Todavía no tenemos garantizado el acceso a la información, todavía no hay una ley general de archivos, todavía no tenemos una contabilidad gubernamental comparable en todo el país, todavía no hay servicio profesional de carrera, todavía no nace una fiscalía anticorrupción, todavía arrastramos un sistema de responsabilidades obsoleto y absurdo, todavía no existe un tribunal capaz de juzgar faltas de corrupción, todavía no modificamos los sistemas de auditoría de la gestión pública, todavía no hay mecanismos de participación ciudadana para denunciar, vigilar e influir en los procesos que generan la corrupción. Solamente tenemos una promesa recién escrita entre las páginas de la Constitución, cuyo cumplimiento está muy lejos de conjurar la eficacia destructiva de los depredadores.

Tengo para mí que la fuga del Chapo habrá de simbolizar el momento en que México tocó fondo. De aquí en adelante se abrirá la disyuntiva definitiva. O nos salvamos combatiendo la corrupción o acabaremos comiéndonos unos a otros.

Investigador del CIDE

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