Cada vez son más los mexicanos que identifican a la corrupción como el gran enemigo nacional.

Si durante décadas, por no hablar de historia más lejana, se vio a la corrupción como algo inevitable, un mal con el que había que convivir, ahora se le percibe como una práctica nociva que hay que combatir.

Gracias a este cambio de visión, impulsado por organizaciones de la sociedad civil, medios de comunicación y actores políticos, estamos en vías de lograr una de las más sustanciales transiciones de nuestra relación social: la de pasar de la resignación a la acción en materia de prevención, combate y castigo a las conductas corruptas.

Así como se recorrió un camino de décadas para crear leyes e instituciones en materia electoral, de transparencia y de derechos humanos, se tuvo que gestionar un largo proceso hasta lograr la institucionalización de la lucha contra la corrupción en todo el país, a partir de la promulgación de las siete leyes secundarias de la reforma constitucional de 2015 que creó el Sistema Nacional Anticorrupción.

Como quien pone nuevos cimientos, al encabezar el acto en Palacio Nacional, el presidente Enrique Peña Nieto pidió perdón por el error de la adquisición de la llamada Casa Blanca a pesar, dijo, de haber actuado conforme a la ley, lo que lo llevó a reflexionar que los servidores públicos “además de ser responsables de actuar conforme a Derecho y con total integridad, también somos responsables de la percepción que generamos con lo que hacemos”. Y agregó que “a partir de ello estoy más convencido y decidido a combatir la corrupción”.

De acuerdo con las nuevas disposiciones, en los siguientes años veremos integrarse instituciones nacionales de gran calado, así como decenas de comisiones y fiscalías a nivel estatal e incluso municipal.

Probablemente se elevará en forma relevante el perfil de servidores públicos apartidistas, institucionales, respetuosos de todas las ideologías, capaces de dialogar y negociar de manera transparente, sin prejuicios políticos, tal como lo han sido destacados consejeros electorales y funcionarios de los organismos de derechos humanos y de transparencia, estatales y nacionales.

Ante una decidida demanda ciudadana, la construcción del andamiaje del Sistema Nacional Anticorrupción es testimonio de una voluntad política que comparten todos los partidos.

En el acto de promulgación, el presidente del Senado, Roberto Gil, acertó al destacar que con el nuevo sistema anticorrupción la exigencia social encontró cauce y salida institucional.

Por su parte, el presidente de la Cámara de Diputados, Jesús Zambrano, fue claro al señalar las que considera insuficiencias del sistema, a la vez que afirmó que sin embargo está convencido de que la promulgación de las leyes anticorrupción “son un primer paso, muy importante, significativo, en el combate a la corrupción”.

En el contexto de este implícito consenso nacional ha venido sucediendo algo impensable hace unos pocos años: líderes políticos encabezan acciones contra la corrupción, ya no de sus adversarios, sino de miembros de sus propios partidos.

Estamos superando la cultura de la cofradía que todo perdonaba y que todo encubría, esa gran cobija de complicidades que nutría hermandades basadas en la impunidad y el secretismo.

Ahora varios partidos han creado instancias internas para vigilar la ética de sus militantes. La alternancia en todos los órdenes de gobierno, por su parte, genera la probabilidad real y constante de que nuevas administraciones, emergidas de partidos diferentes a las salientes, puedan auditar el desempeño de los gobiernos que las precedieron.

Si sumamos a ello las herramientas de la ley de transparencia, la existencia de un entramado de organizaciones de la sociedad civil con gran capacidad operativa y una prensa cada vez más crítica, apreciaremos un nuevo escenario en el que cada vez será más difícil participar en actos de corrupción y gozar de impunidad.

Como lo expresó Eduardo Bohorquez, presidente de Transparencia Mexicana, el objetivo es que el “Sistema Nacional Anticorrupción responda al hartazgo social ante la corrupción y la impunidad”.

El camino, desde luego, será largo y quizá tortuoso. La construcción de instituciones, la elección de sus titulares, la resistencia de algunos, los intereses creados, el temor a lo nuevo, la fortaleza de las inercias, entre otros desafíos, complicarán el avance, pero no hay duda de que ahora existe una convicción social y política que puede y debe ser el gran motor del cambio.

No es que los que se oponen al avance en contra de la corrupción hayan desaparecido, que repentinamente todos estén de acuerdo en trabajar con honestidad y transparencia, que de pronto los que sacan ventaja de la corrupción se alegren de ser acotados. Desde luego, esas resistencias darán la pelea, pero tendrá que ser más poderoso el consenso de ciudadanos, instituciones y actores políticos que coinciden en que la corrupción es el enemigo común.

Poco a poco, y no sin dificultades, hemos empezado a marginar a la corrupción y a dar la bienvenida a la transparencia, la rendición de cuentas y la certera noción de que la administración pública debe ser genuinamente pública.

*Secretario General de la Cámara de Diputados y especialista en derechos humanos

@mfarahg

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