Los atentados que conmocionaron a Europa en estos días, abren un nuevo capítulo en la manera en que los europeos viven —y mueren— a manos de los terroristas. El terrorismo no ha sido ajeno a este continente. Algunos consideran que el terrorismo moderno nace durante la Revolución Francesa, lo cual le añade un simbolismo tristemente irónico al atentado de Niza, perpetrado en el aniversario de la toma de La Bastilla. Sin embargo, ni el terrorismo revolucionario ni el nacionalista de los norirlandeses o de los vascos, ha logrado una ola de terror tan extensa, capaz de penetrar sociedades enteras, incluyendo las que nunca han vivido esta amenaza.

Desde los atentados contra las Torres Gemelas (2001), y para Europa, desde los de Madrid (2004) y de Londres (2005), los europeos sabían que su vida transcurría bajo la sombra del extremismo islámico. Sin embargo, estos atentados implicaban dinámicas tradicionales: una organización más o menos estructurada, con recursos económicos y logísticos suficientes para preparar eventos de gran impacto, no sólo simbólico, sino también en cuanto al número de las víctimas. Incluso los atentados del 13 de noviembre pasado en París, con más de 130 personas muertas, o las del 22 de marzo en Bruselas, implicaban una organización más o menos sofisticada, por ende, también la esperanza de que los servicios de inteligencia serían capaces de prevenirlos, así como de herir mortalmente a la organización que está detrás.

Los atentados de Niza donde el arma fue un camión de carga, los de Saint-Etienne-du-Rouvray con un solo muerto, degollado en el altar, o los del fin de semana negro en Alemania con pocos muertos pero con carga de horror enorme, como la mujer embarazada asesinada con un machete, tienen una lógica distinta. Son la respuesta al llamado del Estado Islámico que invita a sus combatientes y simpatizantes, a convertirse en yihadistas acuchillando, atropellando, asfixiando o envenenando a cualquier occidental infiel.

Ahora ya nadie está a salvo. Antes, los atentados se concentraban en ciudades grandes, capitales incluso, como París o Bruselas, capital no sólo de Bélgica, sino también de la Unión Europea. Saint-Etienne-du-Rouvray, Ansbach o Reutlingen son ciudades de provincia hasta hace poco apacibles y lejanas a la llamada guerra global contra el terrorismo. En la mitad de los casos, los autores son ciudadanos o residentes legales en Europa que ni siquiera fueron identificados como posibles yihadistas. El joven de 18 años que hizo estallar la bomba en un McDonalds de Munich, más que yihadista era un joven obsesionado con asesinatos masivos. El conductor del camión en Niza tenía antecedentes de violencia doméstica y robos menores, nunca de afiliación ideológica con el Estado Islámico. No han sido miembros formales de una organización, entrenados y preparados como terroristas. Responden a mezcla de frustración, fascinación por la violencia y la campaña en redes del Estado Islámico, campaña que tiene potencial de darle significado a actos de violencia sin sentido.

El impacto moral y psicológico es enorme. Las secuelas políticas también lo serán. Los europeos se sienten aterrados, exigen que sus gobiernos cumplan con el deber fundamental de un Estado: protegerlos. Las dos sociedades más afectadas en estas semanas —los franceses y los alemanes— elegirán a sus gobernantes en menos de un año. La democracia y la tolerancia ¿podrán sobrevivir en este ambiente de miedo y desprotección? Hoy, la respuesta está en el aire.

Profesora-investigadora de la Escuela de Gobierno y Transformación Pública del Tecnológico de Monterrey

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