Asistir a la escuela es condición necesaria, pero de ninguna manera suficiente, para conseguir un aprendizaje sólido que permita mejorar la vida. Las mediciones de la pobreza, con todo lo que aportan, tienen limitaciones. No hay nada extraño en ello, son aproximaciones, pero conviene no perderlo de vista.

Uno de los indicadores que reducen la vulnerabilidad, esto es, el peligro inminente de formar parte de los mexicanos pobres, en sus distintos niveles, consiste en tener acceso a una escuela. Del mismo modo, contar con la posibilidad de asistir a una clínica se toma en cuenta como forma de alejarse del despeñadero y ubicase en niveles de vida dignos. De hecho, una parte significativa de la reducción de la pobreza o del riesgo de no vivir como se debe, sino nada más sobrevivir, se asocia a la posibilidad de asistir a las aulas o los consultorios. Pero, ¿qué sucede si la escuela o la clínica accesibles no tienen recursos para educar, ni insumos adecuados para prevenir o solucionar situaciones de pérdida del bienestar físico? Se convierten en datos alentadores en las estadísticas de las autoridades —lo veremos en el próximo informe presidencial— sin efectos sustantivos en el incremento de la calidad de la vida de millones de conciudadanos.

Se nos ha dicho que cada vez más mexicanos son menos vulnerables por contar con aulas y dispensarios, pero a la luz de una mirada más honda, son materia de demagogia e insumos para inserciones en los medios: ha llegado la educación y la salud. Hemos movido a México. ¿De veras?

Los resultados de la prueba Planea, elaborada para saber el nivel de aprendizaje que se logra luego de 12 años de escolarización, son prueba de lo que se argumenta: ir a la escuela y permanecer en ella no aseguran un dominio de la lectoescritura, ni de las operaciones básicas de la aritmética. Son franca minoría los que lo logran: la mayoría que pasa por la escuela, no vulnerable en las cuentas, carece del conocimiento de lo elemental. Los recursos para el aprendizaje son escasos. La desigualdad en relación con la relevancia de los frutos de la escolarización no sólo persiste, sino que se ahonda si se pasa del registro de asistencia a los resultados por acudir.

En educación, la mitad del sexenio se ha dedicado a la modificación de las modalidades de administrar la asignación de plazas docentes, la permanencia en ellas y en sitios de dirección o asesoría, a través de un sistema abigarrado, barroco y poco confiable, ni válido, para recibir la credencial de idóneo. No hay, reitero, prueba alguna, por ejemplo, de la idoneidad de la valoración del desempeño de una profesora con 15 años de labores, con base en exámenes de opción múltiple y cuatro muestras de su trabajo que juzgarán “nones” investidos como “pares” por la autoridad que es, por ello, juez y parte.

Por otro lado, se anuncia que el propósito central de la reforma a las Normales es producir ¡profesores idóneos! Preparar para el examen destroza la posibilidad de una renovación culta de la formación inicial, tan necesaria. No hay atisbos del modelo educativo.

Si la medición de la vulnerabilidad en materia educativa fuese averiguar la relevancia del conocimiento adquirido, el riesgo derivado de un sistema educativo que no produce aprendizajes incrementaría, mucho y a largo plazo, la pobreza: la real, no la del discurso oficial. ¿A alguien en el gobierno le importa? No parece. Y el horizonte se nubla si el nuevo secretario está ahí para buscar la Presidencia en el 18. Hace pocos años vimos las consecuencias de encargar El Escritorio a quienes buscaban escalar a la Silla del Águila: gran desacierto. ¿Será el caso? Mal y de malas si esa fuera la orientación del nuevo gerente de la educación nacional. ¿Beneficio de la duda? No. ¿Exigencia y crítica responsable? Sí: es preciso.

Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México.

@ManuelGilAnton

mgil@colmex.mx

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