Cuando Andrea Lomelí le dice al secretario de Educación Pública: “…no se dice ler, se dice leer”, ocurre algo en un terreno distante de las parcelas de lo irrelevante o la simple burla. Desde la mirada que lejos de desdeñar lo simbólico encuentra en esta dimensión claves hondas de la vida y el acontecer social, sucede un acto subversivo, apartado también de la intención de humillar al funcionario. Al hablar desde el sitio donde el poder espera silencio y sumisión, esa voz —palabra inesperada, voz sin crédito, impertinencia— se torna, quizá, en la crítica más seria al gobierno y su alabada reforma educativa.

Por sus raíces latinas, recordemos, infancia significa: el que no habla. El infante no tiene voz. Ver, oír y callar decía don Eusebio, abuelo, cuando niños. Privado de la voz, o siempre en entredicho lo que diga, el interés superior del niño se dicta, impone y tutela por los que, desde el poder, sí saben lo que dicen. Andrea, con sencillez y firmeza, no altanera, quiebra el silencio desde la edad temprana de tercero de primaria, y a la máxima autoridad educativa del país le indica la manera correcta de pronunciar la palabra central —por ser la llave— del proceso de aprender en la escuela: leer. Sin leer no se escribe, es imposible entender el enunciado de un dilema en matemáticas, está vedado el sendero a las novelas y se cancelan muchos caminos que enriquecen la vida.

¿Qué les corregirías a los políticos? le pregunta Teresa Moreno (EL UNIVERSAL, 17/11/2016). Deberían, contesta Andrea, aprender a hablar con los niños, porque no saben. “A Nuño que piense más en el lenguaje de los niños y que practique su lenguaje”. Mira a todos desde la primera plana del periódico. Sonríe con un libro abierto frente a sí. Nos cuestiona. No estamos mudos, pienso que dice: nos han callado.

Y así, del mismo modo, la reforma educativa en curso concibió a las maestras y los maestros como infantes: sin palabra. No hubo voz de los que saben. Su decir es sospechoso hasta que rellenen, con tino, suficientes ovalitos en un examen y respondan a lo que los sabios dicen que han de repetir para ser idóneos o destacados: infantes obedientes, formados en silencio: ¡Tomar distancia, ya! Y años después: a repetir lo que las guías dicen que es correcto. “Ya le dije, profesora: si quiere aprobar, no conteste lo que usted piensa, sino lo que cree que el INEE espera que usted debe pensar”.

En 2012 inició este gobierno. Su propósito: mover a México. ¿A dónde? Al destino que los iluminados decidieron bajo el supuesto de la carencia de voz de todos menos ellos. Ver, oír y callar. No supieron lo que Andrea sabe: hay que saber leer. No leyeron al país ni su complejidad. Era imposible: la premura y su arrogancia lo impedían. Cuando Aurelio Nuño no dice leer, sino ler, muestra que, en la prisa, omitir una letra no importa. La niña, que sabe leer, le dice que no sobra: hace falta. El “objeto” final de la reforma surge como sujeto que no calla: habla, y bien. El poder minimiza lo sucedido, es una anécdota sin más. No. No es menor que el secretario de Educación maltrate el lenguaje. El síntoma del sistema autoritario emerge al mutilar la palabra sin darse cuenta, hasta que la niña lo muestra desnudo, cubierto de retórica: ríe nervioso. Está tocado.

Sin leer a secas, y sin leer a México, no se puede mover a México. Leerlo es comprender su diversidad y hacerse cargo que una nación no se mueve sin que los ciudadanos tengan palabra, que una reforma educativa no puede concebir como infantes a los maestros e invisibles a los niños. No son cosas ni vacío: hablan. Su voz es necesaria. El silencio que tanto agrada a los que mandan, es el espejo de su incapacidad de escuchar. Ler a México no sólo impide moverlo: lo atora y daña, aunque no sea la primera idea que se tiene al levantarse.

Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México
@ManuelGilAnton

mgil@colmex.m

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