Hace un año, en mayo 2016, el Senado de la República de Brasil le abrió a Dilma Rousseff un expediente por corrupción que la obligó a dejar la presidencia. En su lugar quedó el vicepresidente, Michel Temer, contendiente ideológico de Dilma. Ahora a él le llegó su turno. Su caso inicia hace unos meses, cuando el expediente Odebrecht menciona a la mayor parte de los altos funcionarios del gobierno, que toca al actual presidente, pero su situación hace crisis con las acusaciones de ejecutivos del grupo cárnico JBS, el más importante del país, que lo involucra directamente en el tema de corrupción.

A diferencia de su antecesora, Temer se encuentra políticamente aislado. Tanto así que los tres principales partidos que conforman el gobierno de coalición, después de una reunión de emergencia el fin de semana, le retiraron su apoyo. Sus proyectos estrella, la reforma laboral y la reforma del sistema de pensiones, están atorados en el Parlamento. En el último reducto, el de los ciudadanos, su situación no es nada halagüeña. Según una encuesta publicada en marzo, 55% consideran que su gestión ha sido pésima. En la medición más reciente, su índice de aprobación apenas llegó al 10%.

La corrupción es un mal endémico, dicen algunos, lo traemos en el gen histórico, es cultural. Como si fuera una fatalidad o parte natural de nuestro ser político y social. Sin embargo, en casi todos los gobiernos de la región, los políticos han convertido la lucha contra la corrupción en una de sus principales banderas. El tema no está exento de un elemento esquizofrénico.

Según el historiador Neil Ferguson, los Estados pueden dividirse en contractuales y de redes. En los contractuales, de tradición anglosajona, el juego por el poder se basa en reglas claras que todos están obligados cumplir. La situación en Asia es distinta. No son los contratos (en referencia al contrato social de Rousseau), sino que son las redes (orígenes, alianzas, contactos, clientelismo, corporativismo, etcétera) las que determinan las dinámicas de poder. Sin embargo, dice Ferguson, el modelo en América Latina es el menos funcional: somos formalmente contractuales, pero al final pesan más las redes que el Estado de Derecho.

En casi todos los países de la región existen leyes e instancias para combatir la corrupción, pero si no existe un impulso inicial para armar el caso, usualmente estos actos quedan impunes. Entre los analistas brasileños hay quienes atribuyen al propio Temer el impulso político que llevo a armar la salida de su antecesora. Ahora son un conjunto de actores políticos y sociales quienes dan impulso político al caso contra Temer, que transita de victimario a víctima.

Sacar a un presidente de su cargo no es un tema menor; menos aun si se trata de la economía más grande de América Latina. Este hecho provoca inestabilidad, incertidumbre y debilitamiento del Estado. No sólo es la aplicación de una ley y de un debido proceso, para Brasil representa un sismo político con consecuencias mayores.

El caso Temer pone en evidencia la fragilidad de un Estado cuando sus políticos juegan cotidianamente con el doble rasero. Cuando leyes y discursos van por una dirección y la actuación de las élites políticas y económicas por otra, con la tolerancia, anuencia o resignación social.

¿Qué puede ganar Brasil con esta historia? En Colombia han terminado en la cárcel 91 congresistas, entre senadores y diputados, por casos de corrupción. Esto ha sido posible gracias a una instancia calificada para evaluar denuncias y quitar la inmunidad al funcionario al momento de iniciar la investigación. Los hay de todos los partidos. Todo indica que la pieza clave para avanzar en este tema no son los discursos y las leyes por sí mismas, sino la existencia de instancias con autonomía y recursos para hacer valer las leyes.

Especialista en temas de seguridad
y política exterior.
lherrera@ coppan.com

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses