El horror cotidiano nos cimbró el lunes pasado por la noticia del asesinato de un juez. Esta vez, como los días anteriores, la violencia extrema no había sido ejercida por transfobia ni la víctima era una mujer. Todo indicaba que el homicidio era producto de una venganza derivada de una resolución judicial. Habían asesinado a mansalva a un juez de Distrito cuando regresaba de correr por las calles de Metepec, Estado de México.

La paradoja: a Vicente lo alcanzó la muerte sobre la calle Árbol de la Vida, emblema de Metepec. El homicida, joven como él, vestido de negro como él, enfrentó con cobardía la valentía del juez y, en unos cuantos segundos provocó la muerte de alguien que, con pasos firmes como su carrera de ese día, avanzaba en el escalafón de la carrera judicial.

Desde la prepa, en León, supo que entregaría su vida al Derecho y, en especial, a la labor jurisdiccional. Y resultó textual. Realizó sus primeras prácticas en el Tribunal Superior de Justicia de Guanajuato y, en la primera oportunidad, ingresó al Poder Judicial de la Federación.

Fue de los alumnos más inquietos e incisivos en los cursos de Lógica y Argumentación Jurídica. Sabía que, de ese modo, se apropiaba de las herramientas del buen juez. Y que, aunado a su tesón y entrega, llegaría a serlo. Desterró para siempre a la soberbia y se convenció de que desde la trinchera judicial, con esfuerzos individuales y con contagios colectivos, se pueden lograr grandes transformaciones y el anhelado regreso del México en Paz.

Como buen representante de su generación, buscaba armonizar familia, trabajo y esparcimiento. Combinaba el deporte con sus tareas diarias. Era un muchacho sano que disfrutaba del básquetbol y el futbol. Era también activo promotor de las cascaritas y de los encuentros entre el personal de los juzgados.

De buen talante, acumuló muchos amigos en sus 37 años. Todos hablan bien de él y no por la cercanía de su muerte, sino desde siempre. Uno de ellos recuerda la trivia sobre los Rolling Stones que los mantuvo entretenidos y de la que resultó vencedor en uno de tantos trayectos citadinos.

Vicente era un convencido de que podría lograrse una transformación a golpe de sentencias. Un juez proactivo que sabía del alcance de su compromiso, pero que, tal vez, no fue consciente de su vulnerabilidad derivada de la responsabilidad del cargo. ¡Lucía tan confiado esa mañana!

Quién sabe qué pensamientos lo acompañaron en su última carrera. En su casa lo esperaban sus tres amores y, en el trabajo, muchos expedientes por resolver. Tenía, desde hacía pocos meses, la responsabilidad en la materia civil, alejada de los tentáculos del narco. (Al menos hasta ahora hay indicios de que su trabajo previo pudo ser el detonador de la tragedia).

Planeaba una larga vida. Se imaginaba ya maduro regresando a Guanajuato siendo objeto del reconocimiento y admiración de los suyos. Aspiraba a ser profeta en su tierra. Conocedor de los devenires de las inciertas adscripciones judiciales que terminan marcando la vida, daba por sentado que ningún lugar atraparía su corazón como su natal Guanajuato. Por esos caminos habría de volver algún día como un magistrado respetable.

Producto de la escuela pública, asumió el compromiso del servicio a su comunidad. En su familia, fue de los primeros que logró acumular importantes éxitos profesionales. Era el orgullo de sus padres. Además del amor consanguíneo, buscó ser parte de otra familia más amplia: la judicial, que lo acogió como uno de los suyos y hoy expresa el dolor por su anticipada partida.

Era demasiado inquieto como para sólo ver pasar la vida. Tampoco vio llegar desde la quietud, su muerte.

Pleno de vida, fue segada su vida plena. Tenemos sobrados motivos de tristeza y reflexión. Descanse en paz.

Directora de Derechos Humanos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación

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