La literatura especializada sobre las capacidades del Estado para enfrentar crisis ha tendido a presentarse ante la opinión pública con formas caricaturales y reduccionistas, como es el caso de los llamados Estados fallidos. De estas reducciones se derivan lecturas más o menos interesadas que clasifican como Estado fallido a un país que es incapaz de enfrentar favorablemente una problemática. Por supuesto que cada quien puede decir lo que quiera, pero el mexicano, claramente no es un Estado fallido, aunque sea incapaz de ofrecerle tranquilidad al 75% de la población que, de acuerdo con el INEGI1, vive atemorizada en sus comunidades. ¿Cómo puede calificarse de no fallido un Estado al que Hobbes reprobaría por ser incapaz de organizar la convivencia? Es contraintuitivo, lo sé, pero al mismo tiempo que veíamos estos devastadores datos sobre la crisis de seguridad en el país y la incompetencia de la PGR para mostrar contundencia contra Duarte, nos enterábamos que Standard & Poor's mejoraba la perspectiva de México. Las razones son varias pero, entre otras cosas, por la rápida reacción del gobierno para manejar la deuda y en términos más generales, las finanzas públicas. Es inquietante ver cómo una parte del Estado puede reaccionar ante el estímulo generado desde las calificadoras y hacer una operación políticamente costosa (que incluyó un gasolinazo) para mantener su credibilidad interna y externa dentro de parámetros razonables y con un desempeño técnico riguroso en todos los sentidos que se le quiera dar a esta palabra.

El contraste entre el manejo que se da a los temas de seguridad y justicia y los económicos, no puede ser más chocante y abrumador. El deterioro de la percepción de seguridad es perfectamente cartografiable. Hay estados, como Durango, Campeche o Yucatán, que conservan una relativa tranquilidad, pero a las entidades que presentaban problemas en los últimos años se agrega el clamoroso fracaso del Estado de México y la capital. Algo está rematadamente mal en un país en el cual el poder político y administrativo no aporta soluciones de fondo para mejorar la seguridad en las dos entidades más ricas del país.

El Estado no es pues, un fracaso, aunque lo parezca, sino un Estado paladinamente disfuncional que atiende lo económico, pero es incapaz de procesar los otros asuntos bajo la óptica de una racionalidad moderna. La politización de las policías y los aparatos de seguridad han dejado un pobre resultado. No hay coordinación posible cuando los niveles de corrupción que se han tolerado en las gubernaturas invitan a pensar que el crimen organizado controlaba tramos importantes de la decisión y que se infiltró en las campañas. ¿Qué sentido tiene establecer un modelo de coordinación basado en cercanía política si la mayor parte de los gobernadores están siendo procesados por delitos graves? La iglesia en manos de Lutero.

Aunque no sea popular yo sostengo: el mexicano no es un Estado fallido, es, tristemente, un estado disfuncional que no es lo mismo, pero a la mayoría (tal vez con razón) le da igual.

Analista político.
@leonardocurzio

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