A EL UNIVERSAL
por sus 100 años

Uno tiene 17 años y el otro 20. Su ocupación era, hasta su detención la semana pasada, asaltar automovilistas. Ganaron notoriedad pública cuando un ciudadano los captó con su teléfono despojando a dos ciudadanos que circulaban por la Fuente de Petróleos. Su historia es la de muchos jóvenes en el país que carecen de referentes de socialización más allá de una cultura de la criminalidad en la que muy probablemente sus grupos de pertenencia más importantes sean pandillas o bandas de delincuentes.

Como todo ser humano, ellos socializan en un ambiente que propone incentivos de comportamiento y patrones de validación social. Se desarrollan pues, en un entorno que fomenta la violencia casi como único camino para abrirse paso en la vida. Es una generación que no tiene prácticamente asideros para salir adelante.

Sus referentes parecen precarios, empezando por sus nombres. Uno se llama Brandon. Su apellido y su fisonomía me permiten descartar que se trate de un descendiente de irlandeses que admiran la proeza del Santo Navegante. A diferencia de muchos otros mexicanos, que con su nombre se vinculan con una tradición patriótica o religiosa, este joven posee un nombre ajeno a nuestras tradiciones. Nada de particular tiene que uno se llame como a los padres se les antojó en el momento del nacimiento, pero la elección del nombre denota un sentido de pertenencia a una comunidad cuya memoria se quiere perpetuar. Llamarse Cuauhtémoc dice mucho de ti y de la tradición que defiendes. Reclamas con orgullo tu estirpe milenaria y la potencia cultural de tu raigambre prehispánica. Tu nombre tiene fuerza y simbolismo. Si te llamas Francisco, Agustín, Moisés o Miguel Ángel tienes infinidad de referentes que te conectan con tu entorno con tu historia y refuerzan tu sentido de pertenencia a una comunidad. Brandon puede ser eufónico pero es ajeno. Él mismo se preguntará si su nombre es el de un artista de moda o algún cantante de efímera fama. Su vinculación con su comunidad se fractura.

Y el otro se llama Jovani (no Giovanni). Y tampoco creo que quien eligió tal nombre pensara en el Papa Roncalli. Desde luego, quien lo registró pudo optar por el castizo Juanito, pero le pareció que esa mezcla de italiano y portugués le daría una sonoridad de la que un terrenal y muy mexicano Juan carece. Juan sin nombre, Juan sin tierra, este Giovanni nuestro carece de casta y dignidad pues a sus 20 años se convirtió en la imagen de una prepotencia gandalla.

El drama en realidad no es el de estos dos jóvenes que carecen de vínculos y ataduras con una sociedad que les promueva a una vida mejor. Sus historias (como Los Miserables o algún personaje de Los misterios de París de Eugenio Sue) reflejan un mundo sórdido en el que un joven no tiene más camino que la indiferencia colectiva, empezando por sus familias, siguiendo por sus barrios y colonias y terminando por su ciudad y su país que en muchos sentidos no sólo les son ajenos, sino hostiles.

Son los prescindibles de esta sociedad, los que ni siquiera consiguen tener un nombre que les dé sentido de pertenencia, de casta. Nos indignan porque nos agreden, pero en el fondo tenemos una responsabilidad mucho mayor con esas hordas urbanas que no tienen más ocupación que fastidiar a los demás. Tienen 17 y 20 años y su futuro es la cárcel por no tener, ni siquiera, un santo en el calendario.

¿Que estamos haciendo con nuestros jóvenes?

Analista político.

@leonardocurzio

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