Los debates televisados entre candidatas y candidatos son ya parte del paisaje electoral del país. Sin embargo, lo que los debates han perdido en frescura e improvisación en los últimos 23 años lo han ganado en rigidez y acartonamiento. Todo ello a pesar de ser, como en 2012, el evento mediático de mayor cobertura noticiosa en una campaña presidencial y de aportar un peso hoy insustituible en la narrativa de las contiendas electorales.

Como suele suceder con muchas otras cosas en el ámbito electoral, los partidos políticos han ido asfixiando el formato de los debates en la mesa de negociación con la autoridad electoral dejando poco espacio para la espontaneidad, la improvisación y, paradójicamente, la realización misma de un debate.

Los debates son, antes que cualquier otra cosa, una producción audiovisual. El diseño del set, el control de las tomas, el número de cámaras, las modalidades de participación de los candidatos y el papel de quien modera y fomenta el debate, deben perseguir el mismo propósito: conservar la atención e interés del auditorio. Eso significa que muchos de los criterios técnicos de producción no deberían estar supeditados a las resistencias de los partidos políticos.

Y ello no significa que los debates deban estar diseñados para linchar o lastimar mediáticamente a los candidatos. Todo lo contrario. Los debates son una oportunidad inmejorable para posicionar la imagen, discurso e ideas de cualquier candidata o candidato. Pero no hay oportunidad sin riesgo y eso es lo que la política mexicana se niega a reconocer.

A lo largo de las actuales campañas electorales hemos visto ya debates televisados entre las candidatas y candidatos a gobernar el Estado de México y Coahuila. El resultado es el mismo al que ya estamos acostumbrados. Una estructura de participación rígida, una moderación limitada a dar la palabra, intervenciones en paralelo donde los argumentos entre aspirantes simplemente no se tocan. Cada candidato adopta el tono de un spot en donde sus argumentos pasan más por la retórica de un concurso escolar de oratoria que por el intercambio de perspectivas en contrapunto.

Hoy sabemos que, por ley, el INE tendrá que organizar para 2018 al menos dos debates entre quienes buscarán la Presidencia de México. En el pasado el Instituto ha adoptado un papel conciliador prácticamente supeditado a las solicitudes y exigencias de los partidos políticos. A este antecedente complejo se suma el reciente criterio del Tribunal Electoral que, contrario a lo que el INE proponía en su reglamento de elecciones, mandata a los medios de comunicación que quieran organizar un debate a invitar expresamente a todos los candidatos que compiten en la elección.

A menos de un año de que los debates presidenciales sean producidos, lo único cierto es que la clase política mexicana se niega a reconocer el valor de la deliberación en una democracia ya mediatizada. Una gran contradicción pues al tiempo que se reconoce el papel disruptivo de las redes sociales y su importancia para definir el tono y tema de las campañas, a juzgar por lo visto hasta ahora, todavía se pretende ignorar el interés del auditorio al que van dirigidos los debates.

Más aun, hoy reconocemos la importancia del voto de millones de jóvenes que, por primera vez, irán a las urnas para elegir presidente de la República en 2018 y, a pesar de ello, queremos darles la bienvenida a la política con un programa producido bajo los cánones televisivos de 1990. Necesitamos reinventar el formato, pues es claro que, como joven democracia, nuestra curva de aprendizaje deliberativa se transforma paulatinamente en involución discursiva.

Investigador del CEIICH- UNAM

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