Colaboración especial

Hoy todo el mundo tiene una opinión sobre Donald Trump debido a sus polémicas declaraciones sobre América Latina. Pero independientemente de sus polémicos puntos de vista, tenemos que admitir que Trump da en el clavo en una cosa: los altos niveles de corrupción en América Latina.

Un análisis de las noticias nos debería convencer de que no hay problema más acuciante en nuestro continente. La corrupción es tan penetrante que amenaza la democracia que los latinoamericanos tanto apreciamos. Y es algo que no está mejorando.

Entre casos como la espectacular fuga de El Chapo o los escándalos por sobornos de miles de millones de dólares y tráfico de influencias en Petrobras, la corrupción está a la vanguardia de la preocupación popular en un país tras otro en América Latina. En 2013, según encuestas independientes, el 56% de los colombianos y el 44% de los peruanos dijeron que la corrupción era uno de los principales problemas de su país. Incluso Chile ha estado sufriendo hace meses de malas historias relacionadas con vínculos ilegales entre dinero y poder, algunas de las que involucran a familiares de la presidenta Michelle Bachelet. Y la corrupción es tan penetrante en Venezuela —comúnmente clasificado como el país más corrupto de Latinoamérica—, que nuevas revelaciones apenas se consideran noticia.

La literatura académica llama con frecuencia a la corrupción un “impuesto” adicional que los ciudadanos tienen que pagar por los servicios básicos. Sin embargo, en los hechos sí se trata de un gravamen que además es altamente regresivo. Un estudio reciente del Banco Mundial reveló que los sobornos representan una mayor proporción de los ingresos de los pobres, quienes se ven más perjudicados por la corrupción que los ricos.

Pero la corrupción es mucho más que un impuesto. La corrupción hace que las mercancías se vendan a precios más altos; hace que cualquier procedimiento sea más caro y lento, y ocasiona que el gobierno sea menos eficaz. Todo esto cuesta tiempo y esfuerzo, y en última instancia, erosiona la fe del público en la democracia.

Una de las razones por las que América Latina no puede escapar del círculo vicioso de auge-caída de sus principales productos de exportación es que sus políticas fiscales tienden a ser procíclicas: en vez de ahorrar durante los años de bonanza, los gobiernos latinoamericanos tienden a gastar más en programas sociales durante tiempos de auge, y reducirlos cuando los precios bajan. El patrón predecible de gastar mucho durante los buenos tiempos, reduciendo el gasto durante los malos deja a los ciudadanos a merced de la volatilidad global.

Este carácter procíclico se ve agravado por la corrupción. En un documento de 2008, el economista de Harvard Alberto Alesina y dos de sus colegas afirmaron que la corrupción produce políticas fiscales más procíclicas. Cuando los tiempos son buenos, según ellos, los ciudadanos exigen su parte de la bonanza a través de un mayor gasto o impuestos más bajos, ya que creen que su gobierno se embolsará el excedente de dinero en lugar de guardarlo para el próximo día de lluvia. En otras palabras, en un entorno en el que los ciudadanos esperan que el gobierno sea corrupto, los gobiernos responden en consecuencia

A pesar de esto, los latinoamericanos no estamos condenados a vivir con la corrupción. Hay ejemplos de países que han enfrentado con éxito este problema. Una de las pocas historias de éxito es Singapur.

¿Cómo lo hizo Singapur? Gracias a un fuerte compromiso y buenos liderazgos, aumentó las penas para las prácticas de corrupción, incrementó la vigilancia y la transparencia, legisló y tipificó todo tipo de delitos contra el uso inadecuado de los fondos públicos, y facultó a organismos especiales en el tema.

Sin embargo, si hay una lección que América Latina puede obtener de Singapur, es que la lucha contra la corrupción requiere voluntad política. Es esencial que los líderes políticos, en especial los que están en los niveles más altos, se preocupen por el problema y apliquen formas eficaces de hacerle frente.

Si seguimos la elección de las personas que están más preocupadas por no quedar atrapados en actividades corruptas en lugar de deshacerse de ellas, entonces nunca solucionaremos el problema. Para romper el ciclo de la corrupción, necesitamos empoderar a buenos líderes y sancionar despiadadamente a los malos, pero bajo el imperio de la ley y el respeto de los derechos políticos y civiles. Cero tolerancia del gobierno debe ser necesariamente provocada por una sociedad de tolerancia cero.

Esa es la única manera en que podemos asegurarnos de que, en el futuro, gente como Donald Trump deje de tener un punto de razón.

Economista, profesor e investigador de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de los Andes. De para Grupo de Diarios América

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