Pese a todo, sigo pensando con Churchill que la democracia es el régimen político menos malo. La democracia representativa es la adecuación a las modernas sociedades de masas en la toma de decisiones públicas; procede elegir a quien tomará decisiones en tu nombre, lo que se traduce en una oligarquía; unos cuantos toman las decisiones públicas. Pero existe siempre el riesgo de que esa minoría tome decisiones a partir de sus respectivos intereses por encima de los de sus representados (en franco abuso de poder). Ese peligro puede atenuarse en alguna medida dando a los ciudadanos ciertos mecanismos para sancionar a quienes hagan mal uso del poder, o muestren mal desempeño: la alternancia entre partidos y la reelección que puede premiar o castigar personalmente al legislador o gobernante en cuestión. Debe haber también mecanismos institucionales para penalizar legalmente el abuso de poder. Pero tales instrumentos no en todos lados funcionan bien. Puede ser que los encargados de llamar a cuentas a los abusivos no lo hagan para así también tener ellos mismos la oportunidad de corromperse sin riesgo de ser penalizados (es lo que pasa en México, hasta ahora). Y la pluralidad de partidos no garantiza rendición de cuentas (partidocracia). O se puede apelar a alternativas antisistema, radicales y populistas, que pueden resultar peor que la enfermedad.

El debate, sobre quiénes podrían votar y quiénes no, viene desde los albores de la democracia. Originalmente se consideraba que sólo quienes tuvieran suficiente preparación e información sobre temas públicos podrían votar. Se aducía que los menos preparados podrían ser fácilmente engañados por políticos demagogos, o apoyar opciones cuyos efectos no podrían prever; serían fáciles de manipular, y su voto ser comprado por quienes más dinero tuvieran. Por lo mismo, irónicamente en el siglo XIX, muchos liberales se oponían a la expansión del sufragio, pues éste podría ser fácilmente comprado por los partidos conservadores. Pero el principio de “un hombre, un voto” se fue imponiendo como esencia de la democracia electoral. Con el tiempo, las democracias prefirieron correr el riesgo de la manipulación que limitar el derecho al voto, al margen del conocimiento e información que tengan los electores. Privilegiar ese principio jurídico y político implica asumir sus riesgos inherentes, y aceptar las decisiones así tomadas (por irracionales que sean, como votar por Hitler o Bush o Chávez o Trump).

Y para complementar la democracia representativa, suelen introducirse mecanismos de democracia participativa para que, en temas de trascendencia, sean los ciudadanos directamente —y no a través de sus representantes— los que tomen la decisión. Es en principio un proceso muy democrático, pero también lleva implícitos elevados riesgos. El principal, que el ciudadano decida sobre temas complejos técnica y políticamente, sin entender cabalmente (o en absoluto) lo que vota. Aun así, se asume que nadie mejor que uno mismo sabe qué conviene a sus intereses y necesidades.

En el plebiscito del Reino Unido sobre permanecer o no en la Unión Europea, votaron por salirse no sólo los más conservadores y los de mayor edad, sino también los menos urbanizados y escolarizados. Muchos votaron sin saber bien qué era lo que estaban decidiendo, sin aquilatar los efectos de su decisión. Sólo una vez terminado el ejercicio, empezaron a preguntar… y a comprender. Buscaban en internet información sobre qué significaba la Unión Europea, y así entender qué rayos habían votado. Muchos de quienes firman para que se repita el plebiscito votaron a favor de salir de la Unión Europea, y ahora quieren rectificar (le llaman a ese movimiento el Bregret, de regret: arrepentirse). Al no ser vinculante el Brexit, se pide una segunda consulta, que confirme o rectifique a la primera. Y en efecto, no estaría mal instituir en toda democracia una “segunda vuelta” en materia de referendums y plebiscitos, para confirmar o rectificar la primera decisión —un second thought—, y en esa medida reducir el riesgo de futuras “metidas de pata” de la magnitud del Brexit.

Profesor del CIDE

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