Antipartido vence antisistema. El giro de nuestros medios al informar de la primera vuelta de la elección presidencial francesa, celebrada el domingo, pareció sugerir la expectativa o la advertencia del efecto espejo que podría tener aquí el avance del nacional populismo en el mundo. También se centraron los medios en los efectos globales de un eventual triunfo de la ultraderecha francesa y la inestabilidad de la economía mundial —con sus expresiones en México— que provocaría el fin de la Unión Europea. Éste sería el corolario de un gobierno xenófobo de la candidata Marina Le Pen, con la simpatía del presidente estadounidense Trump, el respaldo del jerarca ruso Putin y la inducción a cargo de los actos del terrorismo internacional.

Pero hay también lecciones aprovechables de estas experiencias para otros procesos electorales. A lo largo de 2016 y en lo que va de 2017, la eficacia del discurso populista parecía haber impuesto un sentimiento de fatalismo en el triunfo inevitable de sus candidatos en numerosos puntos del planeta. Un estado de aturdimiento invadió a líderes de los sistemas políticos del establishment, azorrillados por un populismo “envalentonado”, como lo llamó en El País el politólogo holandés Cas Mudde, del Centro de Investigación sobre Extremismo de la Universidad de Oslo, colaborador de The Guardian, autor de Sobre extremismo y democracia en Europa y coordinador de la antología La derecha radical populista.

Algo cambia ahora, sin embargo, con el alivio que trajeron las urnas del domingo y las lecciones que deja el candidato centrista francés Emmanuel Macron. En primer lugar, su rechazo al fatalismo y su capacidad de leer el sentimiento anti partidos tradicionales del electorado, con el matiz de que ello no supone necesariamente un sentimiento anti sistema. Y así fue que abandonó la cartera de Economía que ostentaba en el gobierno socialista de Hollande e integró su propia, novedosa formación política. Luego acuñó un discurso anti partidos establecidos que le permitió ganar la primera vuelta electoral, al mismo tiempo que afirmaba su apego a las instituciones nacionales y europeas del sistema vigente, contra el programa anti sistema de Le Pen.

Más lecciones. Por supuesto que no deja de resultar ominoso el hecho de que la opción del nacionalismo racista de Le Pen llegue a la recta final para la segunda vuelta de dentro de diez días. Pero aquí hay otras dos lecciones de la cultura política francesa que se erigen como baluartes ante la amenaza. Por un lado, la madurez de los candidatos de los deturpados partidos tradicionales, que están llamando a la nada despreciable cuota de electores que conservan a unir sus votos a Macron, lo que le da a éste en las encuestas una mayoría cercana a los dos tercios de votantes. Y por otro lado, la claridad de estos electores que sin dejar de expresar su inclinación ideológica por los candidatos y partidos eliminados en la primera vuelta, sin enconos ni intolerancias, muestran su pública disposición a usar su voto para evitar el salto al vacío de la ultra.

Polarización inevitable. El peligro no ha pasado. Todavía peor: con independencia de lo que ocurra en la segunda vuelta, lo que parece inevitable es el otro efecto de los fenómenos populistas contemporáneos: la polarización irreconciliable de las poblaciones, igual se trate de los populismos que se proponen de izquierda como el griego de Syriza, el español de Podemos, el venezolano de Maduro o el mexicano de Morena, que de derecha, como los de Trump o Le Pen. Y ya para la segunda vuelta aparecen confrontadas las dos Francias: la europeísta, liberal y reformista encabezada por Macron, frente a la nacionalista, proteccionista y populista de Le Pen.

Las acompañan en el escenario los dos Estados Unidos, en estos primeros 100 desastrosos días de gobierno que cumple Donald Trump el próximo sábado. Pero incluso aquí hay lecciones que están permitiendo no sólo resistir, sino arrinconar al más ‘envalentonado’ populista de la temporada.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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