Del bully pulpit con la prensa, al bullying contra la prensa. En 33 días de gobierno el equipo verificador de hechos (fact checker) del Washington Post contabilizó 132 afirmaciones falsas o engañosas del presidente Trump. Aquí están: https://www.washingtonpost.com/graphics/politics/trump- claims/?hpid=hp_hp-top-table-main- _100days%3Ahomepage%2Fstory.

Y en respuesta a este seguimiento que hacen los medios del discurso del mandatario, éste rompió la última semana una tradición de más de un siglo. En efecto, en la primera década de la pasada centuria el presidente Theodore Roosevelt (1901-1909) convirtió a la prensa en aliada para hacer de la Casa Blanca un bully pulpit, que en la traducción de aquel tiempo equivalía a un ‘espléndido púlpito’: una metáfora que anunciaba la espectacular plataforma al servicio de la agenda de los presidentes en que se convertiría la oficina de prensa presidencial. Pero en esta segunda década del siglo XXI, el presidente Trump ha emprendido contra los medios un feroz bullying, dicho esto ahora desde la actual connotación de bully como bravucón, y de bullying como la acción de agredir e infligir daños con el fin de intimidar y someter.

Parecería éste un paso más en la pretensión de replantear el modelo de ‘sociedad democrática de mercado’ del que surge en el siglo XIX la prensa popular, que deja atrás a la prensa partidista y abre un ciclo de libertades informativas —y comerciales— a partir del desarrollo de empresas periodísticas y de la publicidad. Michael S. Schudson lo ilustra con precisión en Discovering the news.

Y aquí hay otro problema para México: cuando apenas empezábamos a compartir este modelo, surge allá un presidente que declara “enemigos del pueblo” a los medios que verifican la falsedad de sus dichos; que sataniza la libre circulación de informaciones, mercancías y capitales; que se propone romper el entramado de entendimientos con países como México, asociado sobre aquellas bases comunes, y que no sólo adopta el nacionalismo agresivo propio del modelo contrario, sino que favorece en su vecindad el re lanzamiento del nacionalismo populista, como lo ilustró The Economist esta semana en el reportaje que abre su sección ‘Las Américas’, Un Peronista sobre el Potomac: Donald Trump a través de los ojos latinoamericanos.

Una herencia crítica. No se trata de idealizar la ‘industria de la conciencia', como llama críticamente Enzensberger a los poderes de la comunicación. Ni de minimizar la violación de la expectativa de servir a la participación informada de las mayorías, como lo comprueban la xenofobia y el odio que movilizaron al electorado trumpista. Y no hay duda de que la función de vigilancia atribuida a los medios se ha trastocado también en todas las épocas y latitudes: desde el ‘fondo de reptiles’ de Bismark destinado a subvencionar a la prensa para llevar sus guerras al campo de batalla de la opinión, al dueño de la cadena Hearst de periódicos estadunidenses que ordenaba informar de una guerra contra España que todavía no estallaba, pero que él así contribuía a provocar.

Ya desde los años veintes del pasado siglo Walter Lippman advertía sobre la proclividad de la prensa a generar estereotipos, como los racistas construidos por los medios afines a Trump contra mexicanos y musulmanes. En los cincuentas Lazarsfeld ya proponía la tesis de la disfunción narcotizante de los medios. Y en los ochentas Chomsky describía el poder de los medios para manufacturar consensos y conformismos.

Lo peor. Por supuesto que una función que legitima a los medios es ser vigilantes del poder. Eso los convirtió en un poder, lo que ha llevado a la sociedad a vigilar a esos vigilantes.

Pero Trump ha venido a mostrar que hay algo peor que el poder acumulado por los medios: la pretensión de destruir su capacidad de colocar en la agenda pública la persistente falsedad de los “hechos alternativos” que nutren las decisiones del mayor poder planetario, en esta nueva era de la ‘pos verdad’.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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