De dinosaurios. Lo más probable es que al despertar hoy, el día después de la elección, la incertidumbre todavía siga allí, como el dinosaurio de Tito Monterroso. Todo un contraste con el pasado del apacible sueño democrático en el que, cada cuatro años, Estados Unidos y el mundo se iban a dormir la noche de la jornada electoral, generalmente despejada ya la incertidumbre y restablecida la certeza sobre el futuro de la nación.

Incluso las pocas ocasiones en que la definición se llevó al día siguiente (Kennedy-Nixon) o hasta el otro mes (W. Bush-Gore), el triunfo de uno u otro no amenazaba con alterar los acuerdos fundamentales de la convivencia interna ni los compromisos internacionales de la superpotencia. Al contrario, en las horas siguientes a la elección los hasta entonces adversarios reafirmaban valores comunes y hacían votos por honrar los pactos con el exterior. La campaña podía ser competitiva, divisoria, pero culminaba con un mensaje de unidad y reconciliación.

Esta vez, con independencia de los números definitivos y de los comportamientos finales de los actores, antes del triunfo de cualquiera de los dos prospectos, ocho de cada diez estadounidenses —de acuerdo a la encuesta anterior de CBS/NYT— se decían asqueados de la campaña, misma que ya había dejado en entredicho lo que quedaba de los acuerdos que sustentaron la cohesión nacional y el liderazgo internacional del país.

Entre deplorables y desilusionados. Y es que todo indica que en la mitad del país, los votantes de Trump, se habrían pronunciado ayer por alterar algunas de las líneas centrales de aquellos acuerdos, con 1) la expulsión de millones de migrantes al margen de derechos y procedimientos legales, b) la cancelación de un tratado comercial y la construcción de un muro con el país vecino con mayor interdependencia y convivencia transfronteriza, 3) la ruptura de la alianza militar con Europa, 4) la ‘legitimación’ de la tortura, 5) el lenguaje discriminatorio contra latinos, mujeres y musulmanes y, para coronar, 6) el desconocimiento del resultado electoral si no favorecía a este proyecto.

Se trata de una gran masa electoral de ‘deplorables’, como los llamó la candidata demócrata, aunque luego se disculpó, que no sufrieron merma, sino al contrario, a pesar de la mala reputación, nacional y global, del magnate que los acaudilla con su discurso disruptivo. Mientras que la otra mitad —los votantes de Clinton— se habría pronunciado ayer por la continuidad de las políticas y alianzas del sistema político estadounidense. Pero a diferencia de la euforia con la que Estados Unidos vivió hace 8 años la elección del primer presidente negro, esta vez pareció vivir sin emoción el hito a la vista de la primera comandante en jefe de la todavía gran potencia mundial.

Cada quien su dino. A la hora de enviar estas líneas, ayer por la tarde, ya se podía adelantar —con la genial frase-relato de Monterroso— la presencia persistente del dinosaurio cuando aquel país y el mundo se proponían despertar de la pesadilla y el hartazgo de una campaña extenuante para actores, electores y espectadores: una orgía de insultos, amenazas y mentiras que desbordó las fronteras.

Y ya se podía anticipar también un saldo de los humores levantados en este proceso, comparable, con las características propias de cada Parque Jurásico nacional, con los humores que levantan los procesos electorales en ciernes en Europa y Latinoamérica, incluido, por supuesto, México. Hay dinosaurios a la vista en todo el planeta concentrados en la generación cotidiana de sentimientos antisistema que a su vez provocan el crecimiento del voto del resentimiento movido por la intención de causar con ello el mayor daño al sistema, como ocurrió con Trump. Cada país tiene el suyo. Pero está a la vista también la incapacidad de los actores públicos tradicionales, que no parecen tener idea de cómo contrarrestar los impulsos antisistema. Y todo indica que cuando despertemos en México 2018 el dinosaurio todavía estará allí.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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