Hay un fuerte malestar de la ciudadanía ante la impunidad. Ello es particularmente agudo cuando la impunidad se percibe en quienes están encargados de combatirla o en quienes se han beneficiado sistemáticamente de la misma. El fenómeno es rampante, genera indignación y exige acciones claras para enfrentarlo. El uso de Periscope como una herramienta por parte de la delegación Miguel Hidalgo para exponer a quienes violentan las reglas sigue generando debate sobre la impunidad. Nadie puede negar que la exposición del prepotente violador de la ley genera una grata sensación de justicia. Pero detrás de la retribución que llega más rápido que una pizza hay muchas cosas que pensar.

Un primer tema es el relativo a los derechos. Estos se crearon para limitar el poder de las autoridades. Esto es un principio que constituye el fundamento de todo Estado constitucional democrático. Por ello, sorprende que las autoridades (y hasta algunos periodistas de renombre) reclamen esos derechos para el ejercicio de sus facultades. Digámoslo sin ambigüedades, aunque les pese, las autoridades no ejercen derechos. En esa condición no pueden ser víctimas de censura. Lo que sí tienen son potestades, otorgadas por la ley, para sancionar a quienes violan las normas. Y es justamente la falta de esas normas lo que está en cuestión pues las autoridades no son libres de hacer lo que les plazca, aun si está lleno de buenas intenciones.

Un segundo aspecto es el relativo a cuáles son los derechos en entredicho. Se argumentó que la divulgación de imágenes violaba el derecho a la “protección de datos personales”. Es inexacto. Ese derecho consiste, dicho muy telegráficamente, en un poder de disposición y de control que tienen las personas físicas sobre sus datos personales para decidir o consentir cuáles de esos datos proporcionar al Estado o a un tercero. También permite que las personas puedan acceder a sus datos u oponerse a esa posesión.

El caso que nos ocupa supone un problema distinto. Es la posibilidad de que una persona capte a otra en un espacio público y proceda a divulgar dicha imagen. Aquí sí puede haber problemas de libertad de expresión y de censura que tocará a los tribunales resolver. La cuestión adquiere un carácter más delicado cuando quien capta y difunde la imagen es una autoridad. ¿Qué pasa si la ley se lo permite? No sería la primera vez, existen múltiples ejemplos del empleo de la vergüenza pública como un instrumento para disuadir ciertas conductas lesivas de la vida en comunidad. ¿Pero hasta dónde son problemáticas?

Martha Nussbaum aporta algunas claves en su libro El ocultamiento de lo humano: repugnancia, vergüenza y ley. Ahí se refiere al empleo de la vergüenza y su posible efecto excluyente. Si seguimos este debate desde la dignidad, podemos ver que la vergüenza trasciende a la conducta que se busca exhibir para involucrar a la persona del infractor en toda su extensión. La vergüenza genera repugnancia hacia la persona y el efecto es que la conducta que se reprocha se torna secundaria. El objetivo ya no es el cumplimiento de la norma sino la humillación del sancionado. Las redes no hacen más que exacerbar este fenómeno. Si bien no hay respuestas claras cuando las acciones vienen de ciudadanos, en el caso de las autoridades hay que prestar mucha atención. Visto desde otro ángulo, es posible pensar que la vergüenza puede ser útil cuando se proyecta a autoridades infringiendo la ley. Ello incluye a los servicios de seguridad privados (guaruras), en tanto se trata de personas autorizadas a emplear armas y que tienen carácter de auxiliares en la seguridad pública. Pero, entonces, ¿cuál es el equilibrio?

Una de las claves para salir del entuerto está en aumentar el costo de la impunidad. El costo por violar la norma es bajísimo o inexistente. Los ciudadanos observamos pasmados el descaro con el que muchas personas se comportan. Evidentemente en todos nosotros aparece el pequeño justiciero que llevamos dentro que nos grita para intervenir o que nos alienta también a violar la norma. Y sin embargo la mayoría no lo hace. Y no lo hacemos porque rechazamos la violación de la norma como un principio ético que orienta nuestro actuar. La salida no está en la picota de las redes sociales sino en la certeza de las personas sobre la regularidad en la aplicación de ley y de sus penas a TODOS POR IGUAL. Mientras no resolvamos eso, no debemos esperar avance alguno.

Investigadores del CIDE

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