En memoria de los mártires del 68.

El profundo proceso de descomposición y degradación de la vida del país en todos sus ámbitos no es casualidad, sino reflejo de una crisis del régimen presidencialista próximo a su fin.

Estamos ante la crisis general de un sistema político que abarcó el conjunto del Estado-Nación, donde el presidente decidía todo en lo económico, político, social y cultural.

El régimen resultante de nuestra centenaria Revolución —que institucionalizó los anhelos libertarios de ese movimiento y diseñó un país para el siglo XX— derivó en uno autoritario que llegó a controlarlo todo.

Esa esencia fue la que llevó a responder salvajemente a las exigencias de mínima democracia en sindicatos de asalariados del campo, la misma que dio lugar a la masacre del 2 de octubre de 1968.

Luego vendrían las guerrillas y otras formas de lucha callejeras en reacción a las respuestas autoritarias de un régimen impasible, y expresión de nuevas exigencias sociales y políticas en un país que ya no era el mismo de principios del siglo pasado.

La reforma político-electoral de 1977 fue la manera en que se dio salida a un México emergente.

Después de la primera disputa presidencial verdadera del México contemporáneo, que fue la de 1988, vendrían más reformas que fueron abriendo paulatinamente el régimen autoritario hasta llegar a la de 1996, que desbrozó el camino a una pluralidad política plena y la alternancia nacional en el año 2000.

Vicente Fox y Felipe Calderón no fueron la esperada transición democrática; desaprovecharon las posibilidades para una reforma profunda del régimen político.

La esencia de este sistema presidencialista siguió intacta. Aun cuando era evidente una pluralidad política según la cual ya ningún partido por sí sólo lograba mayoría absoluta, “el dinosaurio estaba allí” —como diría Monterroso—, con las mismas políticas económicas, las mismas estrategias sociales, los mismos problemas esenciales del país.

El regreso del PRI a Los Pinos fue inevitable con Peña Nieto a la cabeza; pero sin mayoría en las Cámaras de Diputados y Senadores. La izquierda, por tercera ocasión, había tocado a las puertas del poder nacional y, en el escenario, surgía la incertidumbre sobre qué pasaría con el país.

Fue ahí cuando se planteó la necesidad de un “gran acuerdo nacional” entre las principales fuerzas políticas, y fue la izquierda representada en el PRD la que hizo la propuesta de una agenda que pusiera sobre la mesa los grandes temas de la sociedad y las fórmulas de solución que cada quien sostenía.

Así surgió y se desarrolló —de diciembre de 2012 a diciembre de 2013— el Pacto por México, que logró significativas reformas en aspectos sustantivos para la ciudadanía. Sin embargo, éstas fueron subsumidas, y otras más anuladas por la incapacidad del equipo gobernante que continuó en la lógica del agonizante régimen presidencialista.

El desgaste, el descontento y la burla en que ha caído la figura presidencial, después de error tras error en la economía, la política, la diplomacia y lo social, expresa que la solución a nuestros problemas estructurales como país no es la llegada de “un hombre bueno” a la Presidencia. Requiere de una gran coalición progresista de fuerzas políticas, partidistas y no partidistas, de modo que enarbole un programa de transformaciones para reorientar el rumbo del país, con proyectos sencillos y claras: crecimiento económico; salarios dignos; empleos; seguridad; combate real a la corrupción; tolerancia en derechos humanos; defensa del Estado laico y preservación del medio ambiente como se plasmó en el Pacto por México.

Este amplio abanico de alianzas debe ganar en 2018 y conformar un gobierno de coalición para cristalizar un real México democrático y, juntos, empezar desde el 2017.

Vicecoordinador de los diputados
federales del PRD

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