En septiembre de 2013, la revista francesa de los jesuitas, Etudes, publicó una conversación con el papa Francisco; dijo a su interlocutor, en italiano, que se consideraba a sí mismo como un po’ furbo. Esa palabra significa “astuto” y fare il furbo significa “pasarse de listo”. Si el Papa se define como “un poco astuto”, no demasiado, ha de pensar que no se pasa de listo. Tanto en el gobierno de la Iglesia romana, como en la diplomacia vaticana a escala mundial.

Roma, el obispo de Roma, ha vuelto a tener un papel importante en el tablero mundial, por más que Stalin se haya burlado con su famosa pregunta: “¿El Papa? ¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”. Benedicto XV, que recibió el anillo del Pescador cuando empezaba la guerra, que tardaría hasta 1945 en llamarse la “Primera Guerra Mundial”, observó una estricta neutralidad que le valió ser acusado de germanófilo por los Aliados y de aliadófilo por los alemanes; es más, intentó parar los combates al proponer una paz blanca, sin vencedores ni vencidos. Le siguió Pío XI, que desplegó una extraordinaria actividad diplomática en el mundo entero y no dudó en intervenir en la vida política francesa al prohibir a los católicos militar en la Action Francaise antirrepublicana y en la de Alemania al condenar el nazismo como un paganismo racista. Pío XII, durante la Segunda Guerra Mundial, intentó seguir la línea de Benedicto XV, sin entender que no había diplomacia posible con Hitler. Juan XXIII, al convocar el Concilio Vaticano II, lanzó una dinámica que se hizo sentir en el mundo entero. Pablo VI fue el primer Papa en hablar en la sede de la ONU y en viajar por todo el mundo. El activismo del trotamundo Juan Pablo II es demasiado conocido, pero su fiel Benedicto XVI, en su estilo propio, tuvo también una intensa actividad diplomática.

Se dice que los tres o cuatro últimos Papas han tenido en la Comunidad de San Egidio, con sede en Roma, una task force para su política exterior. Al servicio de la paz. En efecto, Juan Pablo II no se limitó a apoyar a los polacos, lo que contribuyó a la caída del Muro de Berlín, con todas las consecuencias que sabemos. Condenó las intervenciones armadas (guerras no declaradas) contra Irak y también contra Serbia, en dos ocasiones, cuando la guerra en Bosnia-Herzegovina, cuando la de Kosovo. El Vaticano y San Egidio, en su calidad de mediadores, lograron poner fin a la interminable guerra civil en Mozambique, fueron capaces de sentar en la misma mesa a los argelinos de los dos bandos (sin éxito) y participaron a la pacificación paulatina de Centroamérica.

La diplomacia secreta vaticana ha merecido los agradecimientos tanto del gobierno cubano, como del gobierno estadounidense, puesto que su papel ha sido decisivo en la reanudación de relaciones diplomáticas entre ambos países. ¿Había empezado a mover sus piezas todavía en tiempo de Benedicto XVI o eso inició con la llegada a la silla de San Pedro del jesuita argentino un po´ furbo? No sé.

Hace tres semanas cayó la noticia de que el papa Francisco ofreció su mediación en Venezuela, para que Nicolás Maduro se siente a dialogar con la oposición. El 12 de agosto el secretario de Estado vaticano, Pietro cardenal Paroli, mandó una carta al presidente de Unasur (Unión de Naciones Suramericanas) para ofrecer la Santa Sede como lugar neutral para un posible encuentro entre el sucesor de Hugo Chávez y los representantes de una oposición variopinta. Recordó que la Iglesia “tiene en su corazón el compromiso por la paz y del progreso de las naciones… se muestra disponible para contribuir a la superación de la crisis que aflige a Venezuela…”. Pero como es “un poco astuto” y no se pasa de listo, añadió en seguida que para que su mediación sea efectiva, se necesita “una invitación a la Santa Sede enviada directamente por las partes interesadas, una vez que hayan tomado la firme decisión de iniciar formalmente el diálogo.” ¡Hasta no verte, Jesús!

Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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