Es un poco el sentido de la última encíclica del Papa, analizada por José Sarukhán en esta misma página de Opinión que, por desgracia, acaba de abandonar, considerando que había cumplido su misión y cerrado un ciclo. Mientras discutimos para saber si en México creció el sector social pobre y/o disminuyó el de pobreza extrema, en muchas regiones del mundo hay gente que pasa hambre y otra que se muere literalmente de hambre. Millones de personas, quizá 800 millones de seres humanos pasan hambre, lo cual no deja de ser una siniestra paradoja, dado que la producción agrícola mundial es más que suficiente para alimentar bien a la humanidad toda. La otra paradoja es que la mayoría de los que sufren hambre son campesinos que, en su desesperación, contribuyen a la destrucción del ecosistema, deforestando para poner en cultivo tierras que no sirven para eso y, por ende, fabricando desiertos que los empujan a la desesperada emigración. En ese sector rural, pobre entre los pobres, cada año unos tres millones de niños mueren por desnutrición.

El cambio climático en forma de recalentamiento no va a mejorar la situación, puesto que fragiliza aún más esa agricultura de subsistencia, la de temporal que depende estrechamente de los factores climáticos (lluvia, sequía, tormentas, ciclones, inundaciones etc.) para producir. Si las aguas llegan tarde, o no llegan, las semillas, las plantitas se mueren y se pierde la apuesta. El hombre de la ciudad, es decir, la inmensa mayoría de la población en nuestros países, se ha olvidado de la estrecha dependencia de la naturaleza y echa peste, estúpidamente, contra la lluvia que lo moja.

Con el alza de las temperaturas nuevas enfermedades han surgido en el Perú, que afectan tanto a las personas como a los cultivos, en particular al maíz. En la región de Kinshasa (Congo ex Zaire), el mes de abril es normalmente lluvioso, pero en este año no ha llovido a tiempo y el calendario agrícola ha sufrido un terrible choque. En Bangladesh, la subida del nivel del mar y los ciclones provocan la salinización de los suelos y esterilizan las tierras de labor. Por cierto, en nuestro México, un riego mal controlado ha tenido el mismo efecto en muchos distritos antes altamente productivos. El carácter imprevisible del tiempo es la consecuencia más nefasta del desarreglo climático para la agricultura de los pobres. Emilie Johann comenta que el cambio climático es una de las causas estructurales de la inseguridad alimenticia: “Las personas que sufren el impacto más fuerte son las que menos contribuyen a los cambios climáticos. Son en su gran mayoría pequeños campesinos −el sector más numeroso de trabajadores en la agricultura, a la vez que el más afectado por el hambre”.

Un amigo economista, para nada “verde” y confiado en las soluciones que pueden aportar ciencia y tecnología (no tiene nada contra la energía nuclear, los OGM y las vacunas) me cuenta sus esperanzas en la “agroecología” que combina productividad y respeto del medio ambiente, que ofrece respuestas concretas a los grandes desafíos actuales: alimentación y empleo para todos en el marco de un desarrollo sustentable. Al mismo tiempo denuncia falacias catastróficas como la de los agrocarburantes. Es posible inventar una agricultura inteligente frente al clima; eso supone un ajuste coherente entre las políticas climáticas por un lado, la lucha contra la pobreza y la desigualdad abismal entre naciones y en el seno de las naciones. Si el hambre es una cuestión política y social, la gestión del clima releva a la política, a la gran política internacional. Las negociaciones sobre el clima, tan apoyadas por el Papa, deberían culminar en diciembre del 2015, en París, en un pacto de ejecución obligatoria; siempre y cuando no asistimos al parto de los montes, una vez más.

Investigador del CIDE

jean.meyer@cide.edu

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