Es claro que la visita del Papa Francisco a México tiene dos agendas que difícilmente pueden desvincularse: la pastoral, especialmente en un país como México que está viendo la emergencia de nuevas alternativas religiosas para una parte de la población que ve en la jerarquía eclesiástica católica a un actor rígido, poco adaptado a la nueva realidad mundial y con severas resistencias al cambio. Por supuesto, esta visita supone una llamada de atención, una alerta para la Iglesia mexicana, que difícilmente podrá evadir una autocrítica a la que ha llamado el sumo pontífice, a menos de que esté dispuesta a seguir perdiendo cada día más feligreses.

La otra agenda es quizá  la más importante pues coincide con el agravamiento en México de la situación de violencia, asesinatos, narcotráfico, desapariciones, agresión a poblaciones migrantes y un largo etcétera. Unas horas antes de llegar al país, el Papa conoció de los casi 50 muertos por una reyerta en el penal de Topo Chico en la ciudad de Monterrey, además de una narrativa oficial cada vez más insostenible en relación a la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapa y del asesinato de una periodista, además de una nueva desaparición de jóvenes en Tierra Blanca, en el estado de Veracruz. Ello sin contar con la permanente sangría humana representada por los y las migrantes que a pesar de planes como el Frontera Sur, sigue y avanza, pues las razones de tal éxodo no se han eliminado: la violencia, la pobreza y la exclusión, en el orden que sea.

La estatura moral y política que Francisco ha adquirido, rebasa por supuesto los objetivos meramente pastorales de su arribo a México. Así como Juan Pablo II fue un protagonista de primer nivel en el proceso de quiebre de los sistemas llamados comunistas, resumido en la expresión caída del Muro de Berlín, así Francisco ha sido un actor estratégico en el acercamiento y en el proceso de normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, situación impensable hace unos pocos años.

En este contexto, es normal que la visita de Francisco tenga una influencia importante, no en la resolución de estos problemas, sino en la dinámica que los actores implicados en su gestión impriman durante y en semanas o meses posteriores a esta gira papal. Es decir, la posición de prioridad que en el gobierno se conceda a la amplia agenda de problemas, tendrá como un componente de orientación a esta visita. Este evento no solucionará problemas como la migración, recolocará su dimensión en la agenda nacional, dada la autoridad moral, política, diplomática que el visitante ha adquirido en el contexto global.

Por lo que respecta a la migración, Francisco acude, en uno de sus últimos actos en el país, a la frontera entre Ciudad Juárez y El Paso, Texas, a fin de realizar un acto de un simbolismo muy poderoso. En esta frontera, representativa de las desigualdades entre el norte y el sur global, el Papa enviará un mensaje de solidaridad a los y las migrantes que será escuchado en ambos lados de la frontera, lo que sin duda tendrá una repercusión en ese diálogo de autistas en el que México y Estados Unidos han estado inmersos en el asunto de la movilidad humana, especialmente la que ingresa a la Unión Americana en forma irregular.

Quizá en el asunto de la migración, Francisco esté mostrando con este acto, la necesidad de un diálogo binacional para una gestión humana, solidaria, respetuosa con los migrantes; posiblemente muestre que la cooperación es la única solución para una mejor atención a esta tragedia humana y que las alternativas originadas en supuestas soluciones nacionales, ya no sirven dada la condición de fenómeno transnacional de la propia migración. Los graves costos humanos de nuestra frontera sur, y las muertes masivas en el Mediterráneo son espejos a los que sin duda nos llamará Francisco a mirarnos.

Coordinador de la Maestría en Estudios sobre Migración, Departamento de Estudios Internacionales (DEI) de la Universidad Iberoamericana, Campus Ciudad de México. Profesor e investigador del DEI.

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