Si hacemos un sencillo pero informado análisis respecto de los datos y condiciones en la prolongada disfunción de la seguridad pública en México, veremos con nitidez incontrovertible que la gravedad resulta estructural e incluso antropológica. Por ejemplo, en los 50 años de actividad de la guerrilla en Colombia, hay un número aproximado de 60 mil desaparecidos. En nuestro país, además de no contar con una base de datos consistente y con metodología adecuada, andamos cerca de los 70 mil.

En Afganistán, siguiendo con breves pero necesarias comparaciones, con datos de la ONU, el récord en un semestre de civiles fallecidos en actos de violencia, fue el de este año: mil 662, que es la cifra más elevada desde el inicio de la invasión de Estados Unidos en 2001. Mientras tanto en nuestro país, el pasado mes de junio, conforme a los datos del Secretariado Nacional de Seguridad Pública, hubieron 2 mil 234 muertos. Desde luego que pueden argumentarse una gran cantidad de diferencias y características, pero lo cierto es que son cifras que debieran llamar a la aplicación de medidas efectivas para evitar que la situación empeore.

Siguiendo con las cifras de los escenarios bélicos, como son las guerras de Siria y Afganistán, los números en México también resultan paradójicos, pues se tratan de conflictos armados en todo el sentido del concepto mientras que aquí no sería el caso. La gran pregunta es: ¿A qué se debe, por un lado, la prolongación de una situación que ha comenzado a afectar el desarrollo del país? Y por el otro, ¿qué recursos tienen la sociedad y los gobiernos para recuperar la paz y plena vigencia del Estado de derecho? No me refiero, desde luego, a recursos sólo de carácter presupuestal, sino a la aplicación de medidas, programas, evaluaciones, así como a un evidente compromiso social que inhiba y descalifique las prácticas cotidianas de ilegalidad y violencia.

Limitarnos a contabilizar muertos, secuestros, extorsiones, así como discutir clasificaciones que no tienen consecuencias legales y programáticas, conducen a la postergación de decisiones fundamentales como la discusión y aprobación de la Ley de Seguridad Interior. Así, las maneras en que los gobiernos locales, estatales y federales vienen abordado la problemática de la Seguridad Pública, al menos desde 1988, evidencian que los efectos negativos crecen, se vuelven más complejos y la disposición para castigarlos (social y legalmente) disminuyen.

Por último y para continuar con la descripción de una condición en verdad atípica de nuestro país: la Organización Mundial de Turismo dio a conocer que México pasó del lugar número 15 al octavo lugar como destino favorito de los visitantes extranjeros. ¿Cómo se puede explicar una situación así? Lo cierto es que los incrementos en los índices de violencia deben reducirse. Y es probable que la opción radique en dirigir nuestros esfuerzos, a reducir las causas sociales y jurídicas de las prácticas criminales. Hasta ahora, llevamos décadas atacando sus evidencias.

Sin el soporte social a cualquier acción en lo arriba mencionado, no tendrá eficacia ni menos continuidad. Hemos llegado al momento de la decisión colectiva y del indispensable proceso de articulación interinstitucional. Ninguna buena intención o propuesta va a prosperar sin la plena concurrencia de los principales actores políticos y productivos. Es el presente del país, y no el futuro, lo que está en juego.

*Profesor de la UNAM

javierolivaposada@gmail.com

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