“Hasta el siglo XI”, refiere Norman Cohn en Los demonios familiares de Europa, “el Occidente cristiano había sido mucho menos afectado que el Oriente por los movimientos religiosos disidentes. Pero en la época que Psellas escribió su ataque a los bogomilos, Occidente también empezaba a descubrir la presencia de herejes”. En 1177, Raimundo V, conde de Tolouse y señor de Languedoc, escribió que “la herejía ha penetrado por doquier. Ha sembrado la discordia en todas las familias, dividiendo al marido y la mujer, al hijo y al padre, a la nuera y a la suegra. Los mismos curas ceden a la tentación. Las iglesias están desiertas y caen en ruinas... Los personajes más importantes de mi tierra se han dejado corromper. La muchedumbre ha seguido su ejemplo y ha abandonado la fe, lo que hace que yo no me atreva ni pueda emprender nada”.

En aquel tiempo también se creó una forma de literatura: la de los trovadores, en cuyos cantos no pocos sospechan que se cifra una religión secreta. Denis de Rougemont no lo descarta. En El amor y occidente recordaba que los trovadores se manifestaron en los mismos años y en los mismos lugares que los cátaros, y se preguntaba si los trovadores habían vivido y cantado “en ese mundo sin preocuparse de lo que pensaban, creían y sentían los señores a expensas de los cuales vivían”. Se cuestionaba si era coincidencia que los trovadores, como los cátaros, glorificaran —sin ejercerla siempre— la virtud de la castidad, que, como los cátaros, no recibieran de su Dama más que un beso de iniciación, que se burlaran de esa jurata fornicatio: el matrimonio, que atacaran a los clérigos y sus aliados, los feudales, que vivieran preferentemente de manera errante, como los cátaros, que iban de dos en dos por los caminos, que en algunos de sus versos pudieran identificarse expresiones de la liturgia cátara.

De Rougemont refiere que poco se sabe del culto de los cátaros, entre otras cosas, porque la Inquisición quemó muchos de sus libros y tratados de doctrina. Puede inferirse, sin embargo, que creían en el dualismo que establece la existencia absolutamente heterogénea del Bien y del Mal; “Dios es amor, pero el mundo es malo. Dios no puede ser, pues, el autor del mundo, de sus tinieblas y del pecado que nos oprime. Su creación primera en el orden espiritual, y luego anímico, fue acabada por el Ángel sublevado, el Gran Arrogante, el Demiurgo, es decir, Lucifer o Satán”. El alma se encuentra separada de su espíritu, que continúa en el Cielo. “Tentada por la libertad, se hace de hecho prisionera de un cuerpo con apetitos terrenales, sometido a las leyes de la procreación y de la muerte. Pero Cristo vino entre nosotros para mostrarnos el camino de vuelta a la luz”. Los cátaros se comprometían solemnemente sólo a Dios, a no mentir jamás ni a prestar juramento, a no matar ni comer animal alguno y abstenerse de todo contacto con su mujer, si estaban casados. El ayuno ritual “llevará a algunos de los ‘puros’ a la muerte voluntaria, muerte por amor a Dios, consumación del desprendimiento supremo de toda ley material”.

Fue entonces que apareció en el Languedoc un hombre que estaba dispuesto a venderse como esclavo para emplear el dinero que le diera el comprador para remediar la indigencia de un hombre que debido a su pobreza había abandonado la fe cristiana y aceptado la de los herejes. Se trataba de un canónigo de Osma que, según refiere Santiago de la Vorágine en La leyenda dorada, “yendo de viaje con su obispo, al pasar por Tolosa se dio cuenta de que el dueño de la hostería en que se albergaban estaba contaminado por la peste de la herejía, se propuso convertirlo, y, en efecto, lo convirtió a la fe de Cristo”.

Ese canónigo era Santo Domingo, que no creía que se debía imponer la ortodoxia por la fuerza y, según Vidas de los santos de Butler, “es falso que haya tenido algo que ver con el establecimiento de la Inquisición, ya que el tribunal empezó a funcionar en el siglo XII”. Comprendía que los albigenses, como también se conocía a los cátaros, practicaban una religión nueva más que una herejía derivada del cristianismo. Sostenía que el pueblo seguía instintivamente a quienes llevaban una vida heróica, que no era ciertamente la de los predicadores cistercienses, por lo que, con el obispo de Osma, los exhortó a imitar a los herejes: a no viajar a caballo, a no alojarse en las mejores hosterías y a despedir a los criados que tenían a su servicio. “Los historiadores de la época mencionan únicamente, como armas de Santo Domingo, la instrucción, la paciencia, la penitencia, el ayuno, las lágrimas y la oración”.

Su predicación no sólo propició la conversión de muchos, sino que lo indujo a fundar la Orden de Predicadores, que este año celebra su Jubileo 800 y uno de cuyos símbolos procede del sueño que tuvo su madre, la beata Juana de Aza, que “soñó que llevaba en su vientre un perrillo, que éste sostenía entre sus dientes una tea encendida, y que, una vez nacido, con la luz y la lumbre de aquella tea iluminaba e inflamaba todas las regiones del mundo”.

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