En la ciudad de Oaxaca no resulta extraño ver a Francisco Toledo en la calle, deambulando, confundiéndose con otros caminantes. Tampoco es raro encontrarlo en la biblioteca del IAGO, el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, que él fundó, leyendo plácidamente, rebuscando en los libreros, conversando de libros. Se trata de un lector compulsivo y agudo, al que su fascinación por ese objeto prodigioso de papel lo ha incitado a formar incesantemente bibliotecas, que suele donar a los pobladores, y a crear revistas y editoriales como El Alcaraván, Ediciones Toledo o Calamus. Me dicen que suele dibujar mientras lee.

Salvador Elizondo creía que “Toledo se instauraba en narrador de historias, en inventor de circunstancias sin sentido, en hacedor de fábulas sin discurso y sin lección, en el minucioso constructor de un mundo ilustrado de hechos en los que la fantasía y la realidad se manifiesta”. Naturalmente, la pintura y la obra gráfica de Toledo ha inducido a diversos escritores a inmiscuirse en ese mundo ilustrado para intentar una versión literaria de sus historias posibles. A veces, esas versiones han derivado en libros como La muerte pies ligeros de Natalia Toledo o El ideograma del insecto de Jaime Moreno Villareal, a veces en poemas de Alberto Blanco, Luis Cardoza y Aragón, Verónica Volkow, Francisco Hernández, Elisa Ramírez Castañeda. Y, sin embargo, parece que muchas de esas historias aún están por contarse...

Francisco Toledo, que en algún autorretrato se ha representado como un lector, en ciertas ocasiones ha transformado en imágenes personales como puede verse en la exposición El Mono de la Tinta en el vestíbulo del edificio del IMSS del Paseo de la Reforma número 476 concebido por Carlos Obregón Santacilia. No se trata de meras ilustraciones, sino de una recreación gráfica de fábulas de Esopo, de los textos proféticos y esotéricos del Chilam Balam de Chumayel, de un poema de Wallace Stevens: Trece maneras de ver un mirlo, del Informe para una Academia de Franz Kafka. Las imágenes de Toledo no sólo revelan una manera de imaginar esos escritos, que pueden conducir a una relectura que depare asombros y placeres ignorados, sino que propone invenciones que no prescinden del original.

Según le confesó a Sonia Sierra en una entrevista publicada el miércoles 15 de julio en EL UNIVERSAL, secretamente Francisco Toledo también se ha aventurado a ensayar un desenlace gráfico de una historia hallada en los diarios de Kafka.

En alguna de sus frecuentes visitas a la dirección del departamento jurídico, en el primer piso del Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo, Gustav Janouch encontró al doctor Kafka en la penumbra de su despacho, inclinado sobre su escritorio ante una octavilla grisácea, de papel de oficina. Cuando se acercó, “dejó el lápiz sobre el papel, que estaba cubierto de figuras trazadas con negligencia”. Entonces Janouch le preguntó: “¿Sabe dibujar?”

Kafka le explicó que no eran dibujos que pudiera enseñarle a nadie, que se trataba de jeroglíficos muy personales y, por lo tanto, ininteligibles. Luego arrugó la hoja con las dos manos hasta formar una bola de papel y la arrojó a la papelera que estaba junto a su escritorio. “Mis dibujos”, le dijo, “no tienen las proporciones correctas. Carecen de horizonte propio. La perspectiva de las figuras que pretendo captar se encuentra delante del papel, en el extremo no afilado del lápiz, ¡en mí!”

Varias veces Janouch volvió a sorprender dibujando a Kafka, “que siempre arrugaba sus ‘garabatos’, como llamaba a sus dibujos, y los lanzaba a la papelera, o bien los escondía apresuradamente en el cajón central de su escritorio. Así pues, sus dibujos constituían algo aún más íntimo que sus escritos”.

Kafka sostenía que sus dibujos no eran imágenes, “sino un lenguaje privado de signos”. Sus diarios, sus cartas, ciertos manuscritos también están conformados por ellos. A veces, negros trazos casi geométricos le servían para cifrar un hombre y una historia, a veces, unas líneas veloces comprendían la fugacidad de un corredor, a veces, una serie de viñetas resumían su devenir cotidiano, a veces, dos dedos detenían un paseo con Felice Bauer en Berlín.

“Siempre quise saber dibujar”, le confesó a Gustav Janouch en una de sus conversaciones. “Siempre he querido ver y retener lo que veía. Ésa es mi pasión”.

En una carta a su hija Laureana, Francisco Toledo recrea el descubrimiento de una serpiente en una botella de tinta que Kafka anotó en su diario. Quizá sus versiones gráficas importan un indicio de que, en Oaxaca, Francisco Toledo sigue cumpliendo con su destino placentero de lector, el cual se inscribe en una historia ancestral de la que Franz Kafka, en Praga, ha sido asimismo un eslabón.

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