No hay que dejar de insistir; la victoria de Donald Trump no da cabida a optimismos, o ingenuidades de ningún signo, porque es la expresión más clara de la derrota de la política con mayúscula. Ante el fenómeno Trump, no hay lugar para discursos de buena fe como el del Presidente Peña Nieto que nos invita a adoptar actitudes positivas y a promover “las buenas vibras”, como si no tuviéramos enfrente signos contundentes del impacto negativo que ya ha tenido el presidente electo para nuestra atribulada economía y nuestra fracturada convivencia social. La caída del 15% del valor del peso en los tres días subsecuentes al triunfo de Trump y las primeras manifestaciones xenófobas antimexicanas que ya se han presentado, incluso entre jóvenes estudiantes, son datos claros de cómo nuestro país se verá sensiblemente afectado.

Pero, el “tsunami de pelo amarillo”, como lo llamó un cartón de El País el 10 de noviembre pasado, tampoco puede leerse como quiere el filósofo esloveno, Slavoj Zizek, quien sostiene que es la mejor opción, porque su radicalismo anti establishment sólo puede desembocar en una ruptura de tajo de los consensos en los que estaba cifrada la política norteamericana y porque gracias a ello, se abrirá el camino para que las élites repiensen seriamente la política y para que los partidos se den a la tarea de rescatar y renovar sus valores fundamentales. Desde un pensamiento radical de izquierda, Zizek recuerda esa visión ingenua de que desde la acentuación de las contradicciones habrá de emanar un nuevo orden social que remplace el actual que está corroído, que ha perdido legitimidad y que es un buen caldo de cultivo para líderes providenciales como Trump.

Si siguiendo a Hannah Arendt, entendemos a la política como el espacio de la reflexión y la deliberación públicas para construir, a partir de la pluralidad de ideas y propuestas, soluciones a los problemas que nos aquejan, parece claro que Trump con su discurso maniqueo es la imagen de la antipolítica. Pero, lo más grave es que él es sólo la figura más visible, ya que detrás de él está una oleada social que repudia a las instituciones y las reglas de la política, la cual recorre no únicamente a los Estados Unidos, sino a buena parte del mundo occidental.

Las banderas nacionalista, racista y xenófoba de Trump que, como ya estamos viendo, serán un incentivo para las del mismo signo que han venido ganando terreno en varios países europeos, revelan el deterioro de la política como el arte de articular, mediante la discusión plural y abierta, propuestas y acuerdos para enfrentar los grandes dilemas de nuestras sociedades actuales. El fracaso de las instituciones y sus mecanismos políticos para conformar respuestas viables a las grandes demandas sociales de mejores condiciones de vida está dando lugar a que aflore masivamente la psicopolítica a la que se refiriera en días pasados el expresidente español Felipe González. Al amparo de las nuevas formas de comunicación que promueven las redes sociales, la psicopolítica privilegia la explosión de sensaciones y percepciones muy inmediatas y epidérmicas que se ocultan fácilmente bajo el rostro de los mensajes breves y del anonimato, en detrimento de reflexiones más acompasadas y complejas que toman en cuenta las consecuencias de las distintas posiciones que se defienden.

El triunfo de Trump como catalizador del rechazo a las instituciones y a las reglas de la política no puede combatirse con buen humor, ni con ánimo optimista, contentándonos sólo con denunciar sus discursos demagógicos y populistas. Trump le dio voz, espacio y aliento al descontento de la mitad de los votantes norteamericanos y México y nuestros migrantes estuvieron en el centro de su convocatoria exitosa. No hay espacio para la ingenuidad por más absurdos que parezcan sus compromisos de gobierno.

Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com

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