El siglo veinte debe ser considerado una de las más nocivas enfermedades de la historia. Ni siquiera merece la pena entrar en detalles al respecto. Las llamadas guerras mundiales, el genocidio judío, los crímenes en contra de su propia comunidad llevados a cabo por Stalin y la alta burocracia de su partido, el lanzamiento de bombas atómicas por parte de Estados Unidos contra poblaciones japonesas indefensas, las dictaduras latinoamericanas, el exterminio étnico en Ruanda o el revelador hecho de que después de la Segunda Guerra la mayor parte de muertes causadas por conflictos bélicos sean de civiles y no de militares, todo ello es una canción que suena por sí misma en nuestros oídos sin necesidad de partitura alguna. Yo viví durante ese siglo y por lo tanto puedo considerarme un enfermo del siglo veinte —como antes solía presentarme: “Mucho gusto, señor, yo soy un residuo de la violencia mundial y local, ¿usted se considera acaso otra clase de persona?”—. He enlistado algunas catástrofes mundiales con tal de describir la magnitud de la enfermedad, mas paralelamente a estas plagas una grieta partió en dos a la humanidad o al menos a quienes tenían conciencia de formar parte de la teoría de la igualdad: me refiero al asintótico y desigual crecimiento, o desarrollo, entre la ética y la tecnología en el seno de las llamadas pomposamente democracias (lo sé: me repito hasta el cansancio: Y continuaré. Y me convertiré en murmullo). La refinada sofisticación de cualquier instrumento electrónico en nada se asemeja al paupérrimo estado de la ética y de la conciencia humanitaria y ecológica que reina en casi todas las regiones del mundo. Si a ello sumamos la promoción y divulgación entre la población civil, de “valores” universales provenientes de los poderes económicos o financieros, entonces nos encontramos ante un panorama desolador cuyo futuro —en caso de que lo tenga—, será el aumento de la pobreza en casi todos los sentidos. Las excepciones, como sabemos, son una excepción. Yo le escuché decir a Jorge Luis Borges que la democracia es un abuso de la estadística y que en caso de que aquella pudiera desarrollarse tardaría trescientos años más. Carecemos de materia prima, de harina y agua, para crear democracias fuertes, pues el sencillo hecho de votar no es más que el final de un proceso complejo y sofisticado. No hay ninguna razón para creer que las tecnocracias con fachada democrática promueven la libertad individual. Recién acabo de viajar a Monterrey y me ha sorprendido que los domingos se prohíbe vender licores de cualquier tipo a partir de cierta hora del día. Un toque de queda. Alguien decide por los “ciudadanos”, habla en su nombre y los trata como dóciles becerros. ¿Tecnocracias puritanas? ¿Es probable que tal prohibición haya sido sólo producto de mi afán literario?

A diferencia del pasado, el siglo veintiuno me es ajeno. No me compete gran cosa, excepto porque conservo el pésimo gusto de continuar llenando de aire mis pulmones. Un siglo que carece de lugar en mi imaginación, aunque no en el malestar cotidiano. John Gray ha escrito: “Si la violencia ha disminuido en las sociedades avanzadas puede que, en parte, se deba a que la han exportado. Estados Unidos tiene el índice más elevado de arrestos, un poco por encima del Zimbabue de Mugabe. Alrededor de una cuarta parte de todos los prisioneros del mundo se encuentran en las cárceles estadounidenses. El estado de Luisiana tiene encarcelada más población per cápita que ningún otro país del mundo; tiene por ejemplo, tres veces más que Irán.” Tales proporciones, cifras o estadísticas no dicen más de lo que deseamos entender (he allí el punto más vulnerable de toda medición científica enfocada a lo social). Alguien verá en los números descritos el buen funcionamiento de las instituciones penitenciarias y otros, como el mismo Gray, una prueba de que las sociedades avanzadas caminan a costa de su propia población. El ejemplo de Monterrey, recién expuesto arriba, me dice, por ejemplo, que resulta más sencillo tornar cárcel a toda una ciudad (amansada por la publicidad atorrante y abrumadora y la ausencia de buena educación) en lugar de regularla civilmente —no militarmente— y de afianzar sus instituciones. Ya no me quejo porque éste siglo ya no me pertenece, aunque de vez en cuando tire algunas pataletas. Soy un enfermo del siglo veinte y ahora sólo veo los claros efectos de aquella lejana tragedia. Que la disfruten.

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