Las noticias de presiones, ofensas y amenazas que nos llegan cotidianamente desde EU, unas de Donald Trump, otras de sus partidarios y otras más de los medios que le son afines, tienen a medio México con los pelos de punta y a la otra mitad con gastritis aguda.

No es para menos. Nuestro principal vecino y socio comercial, unido indisolublemente a nuestro país por más de tres mil kilómetros de frontera y millones de intercambios humanos, súbitamente nos dio la espalda. Ni siquiera nos salva el Tratado de Libre Comercio, que hace 23 años borró décadas de sospechas y animadversiones históricas, y que supuestamente nos había anclado para siempre en América del Norte y todo lo que ella representa: economía de mercado, apertura comercial, democracia, respeto a valores de libertad y derechos humanos, pero sobre todo de buena vecindad.

El arduo camino que nos llevó a superar agravios y prejuicios añejos parecía superado. Incluso al hablar de los riesgos de un regreso del populismo, los expertos hablaban de dos grandes seguros para México: la autonomía del Banco Central y el TLC, garantes ambos de que el estilo podría variar pero la ruta estaba ya definida per secula seculorum.

Y de repente, como dicen los economistas y politólogos, ¡pácatelas! El populismo se nos apareció por donde menos lo esperábamos, en el norte, con un rostro de enojo, de insulto, de profunda discriminación. Nada nuevo para quien conozca bien el tejido social y cultural de nuestros vecinos, pero sorprendente por el hecho de ser tan público, tan aceptado, tan vociferante, tan neoyorquino y ahora tan presidencial.

Giro de 180 grados, el mundo al revés, uno supondría que nuestra clase política, tan bien pagada (al menos de sí misma), podría salir con algo más allá de los lugares comunes. Pero no. Salvo algunas muy honrosas excepciones, como las de los ex presidentes Felipe Calderón y Ernesto Zedillo, todo ha sido una mezcla de bravuconadas, arrestos patrioteros o cursis llamados a la unidad expresada en banderitas que ni siquiera ondean de ventanas o automóviles, supongo que eso sería mucho esfuerzo. No, lo más a lo que llegamos es a cambiar la foto de perfil en Twitter o Facebook o Whatsapp. Y a escuchar el discurso que por querer unir uniforma, que excluye y descalifica a la crítica seria tildándola de anti patriota, y que no ofrece ni plantea nada más allá de las trilladas frases de toda la vida, de todas las crisis.

Tan mal como eso, el simplismo boicotero que ni siquiera sabe distinguir entre marcas o empresas extranjeras y aquellas cuyos nombres solo suenan a extranjeros. De la conveniencia del desahogo nacionalista en las redes al viaje a Houston. De las mentadas de madre cargadas de xenofobia a la falta de congruencia y solidaridad elemental con los migrantes que están en México. No entender que ser nacionalista no es ponerse la playera tricolor ni mentarle la madre a Trump, sino ser un buen ciudadano, no violar las leyes, no discriminar, no maltratar a quien tiene menos o a quien es diferente.

Tal vez pido peras al olmo: contenido y propuestas a la clase política, autocrítica y convocatoria real al gobierno, congruencia a los ciudadanos, responsabilidad a los medios de comunicación.

Algún día tendremos todo eso. Y ese día nos le podremos plantar a Trump o a quien sea. Mientras tanto, solo nos queda el discurso de la unidad y de la uniformidad. Y la banderita en el avatar.

Profesor del CIDE

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