Era muy tentador, queridos lectores, aprovechar la coincidencia de que este, mi último artículo de 2015, se publique justamente en el Día de los Inocentes. Tantas bromas, tantas mentiritas blancas, tantas inocentadas que se pueden escribir en esta fecha tan propicia para el engaño propio o el del prójimo, pero al final he decidido abstenerme. Ya bastantes medias verdades nos tragamos todo el año como para sumarle más con este pretexto.

Hace un par de semanas tuve la oportunidad de participar, en el marco de la FIL de Guadalajara, en uno de esos espacios no propiamente literarios que florecen al lado de los libros y los escritores y que nos contagian de su pasión por la palabra. El Encuentro Internacional de Ciencias Sociales nos convocó a discutir acerca de las amenazas del Siglo XXI, y nuestra (in)capacidad para enfrentarlas.

La lista de amenazas es tan larga como tiempo tengamos para nombrarlas. Basta un vistazo a cualquier espacio noticioso para recordar los múltiples horrores que se suceden uno tras otro; los monstruos que con poder, armas y/o dinero afectan a los demás; las tragedias cotidianas que se vuelven reflejo de un mundo que parece dispuesto a destruirse a sí mismo.

Si tuviéramos que catalogarlas, entre las muchas categorías de amenazas tendríamos harto de donde escoger: radicalismo, fanatismos religiosos, terrorismo, nacionalismos, autoritarismo, los populistas, los demagogos y la crisis de la democracia, migraciones, discriminación, exclusión, el cambio climático, la destrucción del entorno…

Y esa es apenas una probadita. ¿Quiere usted ponerle nombres y apellidos? Pues ahí tiene Ucrania, Rusia, Siria, Irak, Afganistán, los ataques terroristas en Europa, Medio Oriente y África, la destrucción del Amazonas y las selvas tropicales, las matanzas en EU, Israel y los palestinos, la dictadura militar egipcia, la violencia del narcotráfico en México, el racismo y la homofobia, las persecuciones étnicas y religiosas, las hambrunas, las tragedias de las migraciones...

La lista es interminable, pero prácticamente todas tienen algo en común: son producto de dos características humanas que no están en crisis, sino todo lo contrario: la ignorancia y la intolerancia viven un auge desmedido alrededor del mundo.

Podría uno pensar que esas dos le son comunes a pueblos con poco acceso a la educación, con recursos económicos escasos, en naciones presas por dictaduras ideológicas o religiosas, pero no son coto exclusivo de países o pueblos pobres. Por el contrario, muchas veces observamos esas conductas en su máxima expresión en, por mencionar un ejemplo, Estados Unidos. La mayor riqueza material y el mayor poderío militar no han podido contra la fuerza del racismo, del desconocimiento, de las expresiones religiosas más extremas y anticuadas.

Y no se trata solamente de los Trump o los predicadores o de quienes defienden a toda costa el derecho a comprar, portar y usar armas de fuego. No, el establishment estadounidense está corroído por una visión de corto alcance y de más corto plazo que le impide siquiera conocer, ya no digamos entender a sus enemigos antes de combatirlos.

No es una frase hueca: para cuando medio entendió a la Unión Soviética ésta se derrumbó. Cuando puso a Al Qaeda a la defensiva, ya había surgido Estado Islámico. Sigue peleando contra las drogas, pero comienza a legalizarlas. Parece un juego perverso de ineptitudes e incapacidades, que por desgracia se lleva a medio mundo entre las patas.

Pero me desvío: el punto es que las grandes amenazas a la humanidad provienen de la humanidad misma. De nuestros miedos, nuestra miopía, nuestra cerrazón. Rechazamos instintiva, visceralmente a todo aquello que es novedoso, diferente. Y esa es una receta para el desastre.

El desastre que viene, y sobre el que volveré a ocuparme el año próximo.

Por lo pronto, a todos mis lectores les deseo un muy feliz 2016.

Analista político y comunicador
Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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