En el debate de los principales diez aspirantes a la candidatura presidencial del partido republicano, porque hay cuando menos siete más que están ahorita en la liga junior, hubo un personaje que opacó a todos los demás. Con su estilo abrasivo y ofensivo, Donald Trump fue el centro de la atención, para disgusto de los demás y para gran preocupación de los liderazgos del partido.

Trump irrumpió, coqueteando con el público desde su llegada, confrontando a los tres moderadores y en especial a la mujer entre ellos, y resistiendo los tímidos embates de sus rivales en el escenario, que poco a poco se fueron diluyendo. La pregunta inicial, que parecía diseñada para él, fue una de las dos que provocaron respuestas que podría terminar costándole caro a Trump: al no descartar la posibilidad de lanzarse como independiente si no logra la nominación republicana, Trump efectivamente se coloca como un oportunista que sólo estará ahí mientras el resultado le convenga o le complazca. Los silbidos y abucheos en el auditorio no se hicieron esperar, pero la reacción de cúpula y donantes ha sido mucho más cautelosa, y es que nadie ha olvidado que la última vez que un empresario populista y de derecha se lanzó como independiente, le entregó la elección en bandeja a los demócratas. Ahora, el fantasma de Ross Perot en 1992 hace sufrir a más de un dirigente y estratega republicano.

Fue el segundo cuestionamiento dirigido a Trump el que le hizo mostrar un lado misógino que ya muchas veces había dejado entrever, pero que ahora ostenta: no contento con el modo y tono en que respondió a Megyn Kelly durante el debate, después dio a entender que sus cuestionamientos eran más bien hormonales y retuiteó un mensaje abiertamente machista que se refería a ella como una “Bimbo”, un término despectivo que muchos asocian con mujeres rubias, atractivas y según esto poco inteligentes.

Nada más alejado de la realidad. De hecho Kelly fue la gran revelación y probablemente la gran ganadora del debate, y entre su pregunta y las respuestas de Trump logró colocar un tema central en la agenda de la campaña republicana: los derechos y el lugar de la mujer en la sociedad estadounidense, y la cuando menos tensa y frágil relación de ese partido con quienes representan un poco más de la mitad del electorado. Un 53% son mujeres, en un partido que no sólo es visto por sus oponentes como alejado del género femenino por sus posturas frente al aborto o la planeación familiar. De los diecisiete aspirantes que se presentaron a debatir el jueves pasado, había una sola mujer, Carly Fiorina, en el foro de los “segundones”. Ah, y en el foro principal, un afroamericano, Ben Carson, también el único. Por si alguien dudaba que el partido también conocido como el GOP es un club de hombres blancos, conservadores y prósperos.

Las reacciones airadas a sus dichos le han hecho a Trump la misma mella que las que siguieron a sus ofensas a los mexicanos o a John McCain y los prisioneros de guerra estadounidenses. No sólo no se ha moderado, ya no digamos disculpado, Trump asume su verborrea como el bravucón de la secundaria se enorgullece de su bullying. Y es que eso es Trump: va por la vida insultando, ofendiendo, intimidando. Y cuando alguien le contesta, reitera y refuerza la ofensa, a la vez que se dice víctima del establishment.

No hay manera de razonar con personajes como él, y los republicanos están viendo, pasmados o aterrorizados, cómo el magnate del pelo esponjado secuestra su proceso de nominación, y dice todo lo que muchos de sus simpatizantes en el fondo parecen creer.

Trump no es un acto de magia ni un gran talento: es un demagogo que por desgracia está dando validez y legitimidad a los peores prejuicios y resentimientos de la clase media de EU.

Analista político y comunicador.

@gabrielguerrac

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