Bruselas, Bagdad, Lahore. En menos de una semana, tres ciudades sufren el embate de los terroristas. Si bien Bruselas concentra la atención mediática y la solidaridad internacional, sobre todo la que se manifiesta en redes sociales, las tres simbolizan el horror de la violencia que no distingue, que no discrimina y que busca no solo generar terror, sino sembrar el odio, el resentimiento, la sed de venganza.

No han sido esas las únicas ciudades atacadas. Tristemente el mapa del terrorismo abarca cada vez más continentes, más países, más regiones que se sentían a salvo de ese azote. Chad, Costa de Marfil, Camerún, Turquía, Nigeria. Paris, Tel Aviv, y San Bernardino en California. Indonesia, Afganistán, Siria por supuesto. El listado es descorazonador, parece interminable porque lo es: esta violencia sectaria, cuyo origen está en el fanatismo religioso, parece alimentarse a sí misma. Cada atentado alienta a uno nuevo, en una suerte de perversa y macabra competencia.

Llámese Estado Islámico, Al Quaeda, Boko Haram o, más recientemente en Lahore, una facción del Talibán, a estos grupos los une no una religión, sino una cultura del odio, del rechazo absoluto a todo lo que se aparte de su dogmatismo. Los extremos llegan al absurdo cotidiano: un reportaje de Matt Bradley, del Wall Street Journal, reseña como los combatientes extranjeros de Estado Islámico son los más extremistas, los más ortodoxos, los que peor tratan a la población en sus zonas de control territorial, lo cual les genera ya fricciones y choques con sus todavía camaradas en Irak y Siria.

La nota del WSJ cita un estudio de The Soufan Group que asegura que Estado Islámico cuenta con más de 30 mil jihadistas “internacionales” , de los cuales algunos centenares regresan a sus países de origen a seguir su lucha. Fue el caso de al menos uno de los terroristas belgas, que había sido deportado por Turquía por sospechas de radicalismo y que volvió a “casa” sin que las autoridades tomaran nota de las advertencias turcas. Como ese, muchos otros han regresado a los países que nominalmente son suyos, aunque rechazan en lo más profundo sus valores y están claramente dispuestos a asesinar a sus conciudadanos.

El enemigo está en casa, tiene papeles, pasaporte, experiencia en el campo de batalla, y se siente completamente enajenado en su propio país. Si bien el origen de esta nueva oleada de violencia terrorista está en las enseñanzas de clérigos radicales que desvirtúan su religión para justificar sus atrocidades, también hay que explorar por qué tantos miles de jóvenes están dispuestos a abandonarlo todo para ir a luchar por una causa tan lejana. Y una parte del problema radica en la manera en que países como Bélgica, Francia o Gran Bretaña no han sido  capaces de integrar plenamente a sus numerosas poblaciones musulmanas o de otras minorías étnicas o religiosas que viven, hay que decirlo, en condiciones muy inferiores a los de la media de la población. ¿Justifica eso el terrorismo? Por supuesto que no, pero para combatirlo eficazmente hay primero que entender causas y orígenes.

Las reacciones en el mundo son abrumadoramente solidarias, empáticas, de consuelo y apoyo. Eso hace más lamentables las expresiones de odio e intolerancia lo mismo de parte de xenófobos de extrema derecha en Bélgica que de políticos como Donald Trump o Ted Cruz, que solo echan gasolina a la hoguera con sus estúpidas declaraciones acerca de cómo ellos resolverían el problema. Uno utilizando la tortura y excluyendo a los musulmanes, el otro bombardeando indiscriminadamente a Estado Islámico. Ajá, así de fácil.

El mundo se enfrenta a un enemigo que está en todas partes, contra el que no hay recetas sencillas, salvo aquellas que implican renunciar a los valores liberales y democráticos. Y ese sería el mayor triunfo de los terroristas.

Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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