Después de cuatro años de intensos diálogos con uno de los grupos armados más violentos de Latinoamérica, de contar con un apoyo internacional sin precedentes de la Unión Europea, las Naciones Unidas, Estados Unidos, el Vaticano, la OEA y los países de la región, así como de los sectores empresariales y militares, el gobierno del presidente Juan Manuel Santos logró un acuerdo de paz como ningún otro mandatario lo había logrado. Para que estos históricos acuerdos firmados el pasado 26 de septiembre pudiesen implementarse e iniciar el camino a la paz, se necesitaba del apoyo del pueblo colombiano en las urnas y, pese a que el mundo daba por hecho un apoyo mayoritario, sorpresivamente no ocurrió así, por extraño e increíble que parezca, la mayoría de los electores votaron “no” a esta propuesta de paz.

Podríamos dar diversas explicaciones para esta inusitada decisión: podríamos decir que es la manifestación de una sociedad que aún no perdona y no logra sobreponerse a cinco décadas de violencia, violencia que además está anclada en lo más profundo de la sociedad; que fue por la estrategia de odio y muchas mentiras que manejó la oposición encabezada por el ex presidente Álvaro Uribe y su partido, el Centro Democrático, junto con sectores ultraconservadores, que no estaban dispuestos a ver a los líderes guerrilleros sentados a su lado en el Congreso y no en la cárcel como a su parecer es donde deben estar; se podría decir que fue por la falta de una mayor pedagogía de los acuerdos por el poco tiempo con el que se contó; que el gobierno cayó en un exceso de confianza; que los votantes le cobraron al presidente los defectos de su gestión económica, política y social de los últimos seis años; que pesó el voto duro de las ciudades; hasta podríamos decir que incidió el clima por la tormenta tropical Matthew y sus fuertes lluvias que generó estragos en zonas donde había apoyo por el “sí”, podríamos sugerir más causales, lo cierto es que los acuerdos de La Habana para la paz colombiana fueron rechazados por una leve ventaja del “no” sobre el “sí”, suficiente para no poder ser aprobados, para anular el largo camino andado. No bastaba con alcanzar el umbral propuesto (4 millones) tenía que ganar el “sí” y ello no ocurrió.

¿Quién pierde con estos resultados? Pierden las regiones y las víctimas que tratando de hacer un ejercicio de perdón y reconciliación tenían la esperanza de no vivir más los horrores de la guerra y avizoraban un proceso de verdad, reparación y no repetición; pierde la sociedad colombiana que demuestra que sus odios y rencores alimentan una polarización de la que siempre han sacado ventaja aquellos sectores ultraconservadores en los que prevalecen las ideas de guerra sobre las de paz; pierde el presidente Santos el poco capital político que tenía y que ahora lo obliga a escuchar y trabajar con la oposición en condiciones muy desfavorables; pierden las encuestadoras que aseguraban el éxito del “sí”; el país pierde la buena imagen internacional que había ganado con los acuerdos; perdemos como América Latina donde la violencia, la desigualdad social, la violación de los derechos humanos se ha vuelto un constante y la paz una ilusión.

Y entonces, ¿qué queda por hacer ahora que el acto legislativo para la paz colombiana pierde vigencia? Por lo pronto existe mucha confusión, hay una profunda crisis política, temores sociales e incertidumbre económica. Pese a todo, los líderes de las FARC manifiestan su vocación de paz, el gobierno defiende la idea de mantener el cese al fuego bilateral y convoca a un diálogo nacional, los sectores económicos e internacionales abogan por mantener la negociación activa. Los ganadores del “no” ahora sí hablan que les interesa la paz; los defensores del “sí”, aunque lloran la pérdida de esta oportunidad para la paz se niegan a renunciar a ella. Pese al caos y la incertidumbre, el pueblo colombiano mantiene la esperanza de algún día poder lograr una paz verdadera, duradera sin partidos políticos interponiéndose.

Investigador del CIALC-UNAM

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