Con el atentado de Niza, Francia se ha convertido en el blanco predilecto del terrorismo islámico en Occidente. En el último año y medio, ha sufrido tres grandes tragedias: la revista Charlie Hebdo, la matanza en la sala de conciertos de París y ahora en el maravilloso Malecón de los Ingleses en la Riviera Francesa. En todo los casos, han sido extremistas musulmanes. ¿Qué puede hacer Francia ante esto, el país europeo con mayor población islámica?

Al día siguiente de que un orate tunecino segara las vidas de al menos 84 personas en Niza, arrollándolos con un camión, el primer ministro Manuel Valls afirmó que “Francia debe acostumbrarse a vivir con el terrorismo”. Una afirmación especialmente desafortunada. Nadie puede negar lo difícil que resulta, en una sociedad abierta como la francesa, vigilar cada movimiento de los ciudadanos que pueda convertirse en un acto terrorista. Pero, ¿qué intentaba transmitirle el primer ministro al pueblo francés? ¿Que cada quien se defienda como pueda, que el Estado ha abdicado a sus obligaciones de proveer seguridad? Se supone que el señor Valls es el mejor informado sobre asuntos de inteligencia y seguridad nacional. Si su evaluación de lo ocurrido en Niza es que no queda más remedio que aventar la toalla, la gente empezará a tomar la seguridad en sus propias manos, o bien, a mirar constantemente sobre el hombro a ver si alguien que parezca extranjero está cerca.

Consciente o inconscientemente, el primer ministro Valls le está entregando el poder a la derecha nacionalista francesa encabezada por la señora Marine Le Pen. Las propuestas de Le Pen de quitarle la nacionalidad francesa a quienes crean en el Islam y deportar del país a cualquier sospechoso potencial por su apariencia o su origen étnico, pueden sonar como una forma de extremismo político. Pero ante el vacío de poder que ha dejado el señor Valls, no faltará el francés que se pregunte si las ideas descabelladas del Frente Nacional no lo son tanto.

Las carnicerías que estamos presenciando, casi cada semana, sea en el aeropuerto de Estambul, en un mercado en Irak, en Bangladesh, en Bruselas o en Niza tienen un origen preciso: la demencial invasión que emprendieron George W. Bush y Tony Blair en 2003 contra el régimen de Saddam Hussein. La artillería de Estados Unidos y Gran Bretaña sembró un odio sin precedente en el corazón de los musulmanes. Esta misma semana el Informe Chilcot, la más acuciosa investigación que ha hecho el gobierno británico sobre las razones que llevaron al primer ministro Blair a sumarse a la cruzada contra Irak, reveló que no existía ningún argumento de peso para que el Reino Unido atacara a ese país. No tenía armas de destrucción masiva —como tanto se insistió— y el régimen de Hussein no representaba ninguna amenaza al mundo occidental.

Ahora Francia, que se opuso en forma tan acertada a esa invasión en el Consejo de Seguridad de la ONU, se ha hecho la cara más visible de la ofensiva contra el Estado Islámico. Los bombardeos vuelven a ser indiscriminados y no hacen más que recordar a los iraquíes y a los sirios las matanzas de ese pasado reciente.

Francia no tiene más opción que realizar un esfuerzo diplomático mayor: con Rusia que es el fiel de la balanza en Siria y en lo que queda de Irak, con Arabia Saudita que es el centro de producción ideológica del Islam extremista y seguir trabajando sobre los elementos radicales que viven en suelo francés. Sería deseable que Francia no claudique en estos frentes. Si Francia logra estos equilibrios, pueden construir espacios de seguridad y convivencia que marquen el futuro. Si seguimos el consejo del primer ministro francés, no sólo perderán el poder, sino que harán más fuertes las posturas de choque de personajes como Marine Le Pen y Donald Trump.

Internacionalista

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