No tengas miedo de fallar el tiro de penal

No son esas cosas por las que se juzga a un jugador

-Francesco De Gregori

Desde los once pasos Andrés Guardado parecía cargar el destino de la nación en sus botines. El pueblo de las mordidas, el alambrito y el carrusel exigia de un jugador de futbol la altura moral que nunca hemos tenido. De pronto, todo ese marasmo de corrupción y bajeza ética podían obtener el perdón divino. La redención moral del pueblo mexica dependía de que el capitán de su selección de futbol fallase un penal espurio. Andrés Guardado frente a una portería decidiendo si intentar fallar o intentar anotar, una analogía perfecta del mexicano frente al semáforo rojo ¿lo cruza o no? del pesero que acaba de atropellar al ciclista ¿se regresa o no? del que acaba de encontrarse una cartera en el suelo ¿la devuelve o no?

La realidad nos obliga a suponer que el mexicano se pasará el alto, se dará a la fuga, se quedará con la cartera. Y sin embargo la exigencia es clara: Guardado debe fallar, México debe perder.  La ironía es que de todos los ejemplos, sólo el de Guardado exige meter el gol.  Si en la sociedad las leyes deben -en teoría- ser inviolables, el reglamento del futbol otorga autoridad a un ser humano y acepta, de facto, que por ello, el reglamento es interpretable y que el árbitro es falible. Fuera de las marañas de la conciencia colectiva límpida, Guardado debe intentar anotar el penal porque ha aceptado las reglas de un deporte cuyo marco normativo se basa en la falibilidad humana. Jugar un juego es aceptar su universo de reglas, en el futbol el árbitro puede equivocarse y aún si lo hace, su ley es la ley. Por una vez las palabras de Jorge Campos adquieren una profundidad inusitada: fue penal porque el árbitro lo marcó.

Sólo hay una cosa peor que ganar sin merecerlo: perder sin merecerlo. En México este no es el caso; preferimos una derrota injusta a un triunfo dudoso. Celebramos al tlatoani Cuauhtémoc y a los niños héroes porque su caída fue noble y merecían ganar pero no tuvieron el mal gusto de hacerlo. Cuando México perdió contra Holanda por un penal dudoso, los mexicanos reaccionamos con dolor y orgullo: durante meses el #Nofuepenal sirvió como un slogan del nacionalismo patas-pa-arriba. Le recordamos al mundo de nuestra derrota, haciendo hincapié en lo injusta que fue. Como quinientos años antes, Europa nos derrotaba, pero en nuestra caída trágica reconocimos nuestra vocación por el sufrimiento. Ante la derrota reafirmamos nuestra identidad.

Cuando Guardado anotó el penal contra Panamá nos costó trabajo entender cómo debíamos reaccionar. Acostumbrados al agravio, no esperabamos que el cruel destino pudiese también tratarnos con bonanza. Algunas voces cínicas gustan de que México pierda, pero muchos otros expresaron su deseo de que México fuera derrotado en la final simplemente por un desprecio generalizado a la victoria. Escondido tras el discurso de la justicia y la dignidad, se construyó un morbo masoquista muy particular. Nos gusta enchilarnos porque en el fondo creemos que sufrir debe ser una parte esencial del goce. ¿Se puede triunfar sin dolor? Si hubiéramos perdido por un penal injusto estaríamos frustrados pero orgullosos de nuestra hazaña. Como nos tocó ganar, actuamos con escoria: el triunfo sólo puede ser sospechoso en un país acostumbrado a confundir las derrotas heroicas con triunfos morales.

Quizás algo de esta filosofía del chile se impregnó en el subconsciente de Miguel Herrera. Después de conquistar al mundo entero con la genuinidad de su carácter y el buen fútbol de México en el mundial, Herrera entendió que para ser héroe tenía que primero ser mártir. Enamorado de su propio carisma, lo vendió a quién quisiera comprarlo, incluido en esa lista, el partido político más abiertamente corrupto del país. Pero quizás porque el inconsciente colectivo pedía un sacrificio humano, “el Piojo” decidió ir más lejos. Habiendo triunfado en la Copa de Oro decidió atacar al periodista que más lo había criticado. En una sociedad triunfalista su gesto hubiera sido innecesario: la frustración sólo pega a los perdederos. En México ganar es más frustrante que perder y “el Piojo” se abalanzó contra Martinoli como si sólo con su sacrificio se le pudiese perdonar haberse atrevido a ganar.

En un futuro no tan remoto, cuando la selección empiece a triunfar con la misma falta de convicción, se invocará el recuerdo del “Piojo con nostalgia. Los que ahora son héroes pasarán a ser villanos y retornará el eterno juego del “hubiera”. Es dificil aguantar a un ganador. Por eso las voces poco a poco empiezan a exigir el sacrificio del aparente vencedor de este conflicto ficticio. El Kikin Fonseca ha sugerido que Martinoli también debe recibir un castigo. Parece imperar una idea de que el provocar también debe ser -al menos moralmente- castigado. Cuando los niños se pelean, los papás a menudo dividen la culpa entre el agresor y el provocador. Es una manera sencilla de evadir responsabilidades. La crítica es provocadora sólo cuando esconde una verdad. Pero la provocación -al igual que el humor- es un instrumento válido dentro de la libertad de expresión.

De manera explícita o sutil cientos de analistas, humoristas y periodistas usan la provocación de manera cotidiana. Cristian Martinoli y Luis Garcia han creado un estilo narrativo que borda entre el entretenimiento y el análisis. Usan con ingenio la mofa, la provocación y la simpleza para explicar un deporte que durante muchos años fue tomado con demasiada seriedad por sus interlocutores. En América Latina el futbol es inentendible sin sus narradores. Son ellos los que con sus estilos e invenciones construyen el imaginario colectivo del futbol. Si Ángel Fernández convirtió a los jugadores en dioses, Martinoli y García los han bajado a la tierra y puesto a jugar en un llano. Herrera creció en una época en la que los narradores hacían de un partido de futbol un recuento de la Iliada o la Odisea. Once pasos frente a la portería, Andrés Guardado fue un epítome del jugador que Martinoli ha narrado. Los dioses tienen un gusto desmedido por la tragedia, pero en el llano se trata de ganar.

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