Posverdad fue la palabra que el Diccionario de Oxford eligió para sintetizar el año en que triunfó la salida del Reino Unido de Europa, Donald Trump ganó la Presidencia de Estados Unidos y en Colombia perdió la paz. La definición de este concepto aclara mucho de lo sucedido el año pasado: “Circunstancias en las que datos objetivos son menos influyentes en la construcción de la opinión pública que llamados emocionales o creencias propias”. En un mundo de inmediatez, la verdad se vuelve un lujo secundario. El fenómeno de la posverdad es interesante, mas no sorprendente, los indicios de su gran triunfo conceptual sobre la comunicación ya llevaban tiempo manifestándose.

Las redes sociales son la incubadora perfecta de la posverdad. La clave está en la configuración misma de las redes; el sistema está creado con un vicio de origen: el poco apego a la realidad. Nuestros perfiles son muestra de ello, pues funcionan como construcciones de marca, no de verdad. Elegimos las fotos que mejor esconden lo que el espejo revela y construimos una narrativa basada en los atributos que deseamos, no necesariamente los que tenemos. Vender un producto significa someter lo racional a lo emocional; cuando empezamos a entendernos como productos inauguramos un mundo en el que la emoción impera sobre la raciocinio; el mundo que da pie a la posverdad.

Alguna vez los editores revisaban el contenido en busca de información viciada; en el mundo actual verificar la información significa salir cinco minutos demasiado tarde para que a alguien le importe. ¿Para qué buscar los hechos si lo que se consume es la inmediatez? En un mundo de velocidad no hay resquicios para la realidad. El mundo de Twitter es especialmente feroz en este sentido; ahí las opiniones se vierten en caliente. Esta dinámica inhibe la reflexión y reprime la tortuosa tarea del pensamiento y la verificación de datos. En el universo de Twitter no hay lugar para las segundas opiniones, el arrepentimiento o la rectificación. Para el tiempo en que algún ingenuo intenta corregir su dicho, el tuit ha quedado sepultado 30 hashtags abajo. Las redes configuran un mundo sin segundas oportunidades, y la historia de la humanidad confirma que la verdad rara vez sale a la primera.

Las redes funcionan como una conjunción de irrealidad, hyper-realidad o semi-verdad. A ese conglomerado se le conoce con un eufemismo: “la realidad virtual.” Como dice Juan Villoro: “En tiempos digitales, la verdad no ha dejado de ser revolucionaria, pero pertenece a una esfera que importa cada vez menos: la realidad”. Si la discusión pública sucede principalmente en plataformas que no permiten la verificación de datos o la corrección de errores; los usuarios poco a poco vamos normalizando la noción de que la verdad es un daño colateral, esporádico, secundario e irrelevante de la enunciación. Esa normalización de la mentira rápidamente permea todas las áreas de nuestra vida.

Lo que ha sucedido en el mundo de la política es que han surgido individuos que hablan el lenguaje de las redes y lo utilizan para la construcción de su mensaje. Las redes sociales han allanado el camino a estos personajes, pues han construido un mundo que ha digerido y normalizado las falsas realidades, los falsos perfiles, y las falsas noticias; esto permite la irrupción impune de políticos que apelan con éxito a la posverdad.

Si Facebook ha creado un algoritmo para mostrar solo lo que cada usuario quiere ver; si Instagram vive de la construcción de una marca que no busca ningún apego a la verdad sino al deseo; y si Twitter privilegia el sensacionalismo de la brevedad y la rapidez; entonces, ¿por qué no construir una narrativa política con estos elementos que tanto éxito han tenido? El éxito de la posverdad nace de la confluencia de estas nociones. Los políticos como Donald Trump se han servido de la posverdad adoptando los elementos que la construyeron y la legitimaron; pero no nos equivoquemos, fuimos nosotros los que aceptamos hace mucho estas condiciones de juego.

Analista político.

@emiliolezama

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