En su famoso cuento, Casa tomada, Julio Cortázar narra la ocupación de una casa por seres desconocidos. La historia tiene una curiosa cualidad; durante el relato reina una incertidumbre absoluta sobre la naturaleza de los ocupas y cómo llegaron ahí. A pesar de que el protagonista nunca entiende qué, ni quién sucede, se da cuenta que no hay vuelta atrás: la casa será perdida. Algo similar sucedió en Santa Clara hace una semana: los seleccionados mexicanos fueron testigos ausentes de una expulsión abrupta y dolorosa. Su expulsión no ocurrió en el plano de lo terrenal, sino de lo simbólico. Las reglas del deporte son claras, se juega 11 contra 11. Hace una semana, 22 jugaron contra una idea vaga y crispada que quiso tener nombre de país.

¿Cómo sobrevivir a un 7-0? —le pregunté a Juca Kfouri, el gran periodista brasileño. —No sé amigo, mi experiencia se resume al 7-1 —me contestó. Sus palabras arrojaron luz sobre un hecho incontestable: las victorias pueden ser equiparables, pero las grandes derrotas todas son distintas. La derrota de México ante Chile no fue más dolorosa que aquella contra Estados Unidos en el mundial, pero sí fue más vergonzosa. La esencia de una selección es su capacidad para crear una ilusión de identidad y pertenencia. Sentimos las victorias y las derrotas en la medida en la que construimos un vínculo emocional que nos hace sentir parte. El aficionado oportunista utiliza una doble retórica; el famoso “ganamos” ante el triunfo y el “perdieron” ante la derrota; para todos los demás, victoria y derrota son indisociables.

Pero el sábado pasado, el primer gol de Chile nos despertó de nuestro letargo con una sensación de extrañeza: ‘esos no somos nosotros’. La consecuencia del partido contra Chile no fue una desmoralización o un enojo nacional sino una indiferencia silenciosa. Alguna vez, Juan Villoro se refirió a la selección nacional como los 11 de la tribu, el sábado pasado la tribu desconoció a sus 11. No se trató de un simple capricho o reproche guiado por la bipolaridad de la masas —los mexicanos estamos acostumbrados a ver a la selección sufrir—, lo que ocurrió en Santa Clara fue un desdoblamiento astral; de pronto no pudimos vernos a nosotros mismos desde fuera y no nos reconocimos.

De la misma manera en que los jugadores nunca se entendieron parte del acontecer del juego, su participación nunca nos hizo parte de ellos. En el fondo se trató de un problema de representatividad; los seleccionados fueron incapaces de construirnos como sujetos en su endeble narrativa. Sobre la cancha del estadio Levi, la selección mexicana jugó a representarnos como si se tratara de nuestros políticos.

En las competiciones internacionales de alto nivel, las goleadas nunca son indicadores de las diferencias entre dos equipos, sino de los problemas estructurales que acongojan a alguno de ellos. Ni Alemania es siete veces mejor que Brasil, ni Chile lo es que México, pero los problemas de base de la selección mexicana y la brasileña sí son mucho más grandes que los de sus contrapartes. El 7 a 0 fue la consecuencia final de una serie de fallas estructurales que han mermado la capacidad de construir un sistema.

Al acabar el cuento de Cortázar, el lector se queda con un extraño sentimiento de frustración: nunca queda claro qué fue lo sucedido. El futbol mexicano no puede darse ese gusto literario. Cuando la narrativa se le complica, la Femexfut gusta de dar vuelta a la página, pero, ¿qué pasa cuando se ha llegado al final del libro? La única respuesta plausible yace en la hermenéutica. ¿Cómo sobrevivir a un 7 -0? Hay de dos: o creas una separación entre el mito de la representatividad y la realidad, o construyes un nuevo mito que represente mejor que el anterior. Al mundo del futbol no le conviene una generación de escépticos, el futbol sólo vale la pena bajo los efectos del encanto.

Analista político.

@emiliolezama

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