Para conocer la calidad de una democracia hay que mirar, entre otros elementos, sus indicadores de seguridad pública. Es decir, si el Estado es incapaz de ejercer la fuerza para garantizar la paz a sus habitantes, está faltando a una de sus responsabilidades fundamentales. Llegado el caso, conviene poner en perspectiva el contexto, a las instituciones y a los actores que no han sido capaces de contener al fenómeno.

México es un país violento. Así lo confirma la medición más reciente en la materia del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), que señala a 2016 como el año con más homicidios en la actual administración federal, con 23 mil 953. Del mismo modo, de acuerdo con proyecciones de expertos, se prevé que el año en curso sea el más violento desde 2011, en el sexenio de Felipe Calderón.

Lo cierto es que el fenómeno de violencia no es nuevo, según el propio Inegi. De manera sostenida, año con año los indicadores al respecto se mantienen alrededor de estos márgenes, lo que debiera llevar a una reflexión profunda a distintos niveles. En primer lugar, sobre los factores que detonan la violencia en las diferentes regiones del país. Posteriormente, la discusión tendría que centrarse en las capacidades institucionales, legales y administrativas para dar cauce al fenómeno en cada una de sus dimensiones.

Detrás del fenómeno delictivo, de los miles de homicidios que se cometen todos los años a lo largo de la geografía nacional, hay autoridades que son cómplices u omisas con los delincuentes. Del mismo modo, es posible hallar industrias millonarias e ilegales que se valen de todos los recursos a su alcance para mantenerse en el mercado, aunque lo más grave es la existencia de una profunda descomposición generalizada que trasciende al pacto social.

El reto no es únicamente institucional sino, principalmente, cultural. En las últimas semanas el debate público sobre el nuevo Sistema de Justicia Penal ha girado en torno a su papel como causante del crecimiento del fenómeno delictivo en nuestro país. Sin embargo, esta es una salida rápida y políticamente rentable ante las pruebas de que la violencia no es un fenómeno reciente a escala nacional.

El Estado mexicano del siglo XXI se ha empeñado en diseñar e implementar medidas institucionales que contengan al fenómeno delictivo. Es un esfuerzo considerable que, no obstante, sigue sin ofrecer resultados tangibles en las mediciones de violencia, como ha quedado demostrado. A este trabajo le ha faltado poner de fondo la necesaria reconstrucción de un pacto común que permita la vida en democracia.

Si la profunda descomposición de las comunidades no es atacada de lleno desde los poderes públicos, de la mano de la sociedad civil organizada, cualquier labor relacionada estará incompleta y la sociedad seguirá padeciendo la violencia.

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