Durante décadas, a lo largo del periodo de dominio de un solo partido político, los gobernadores respondían a los dictados del centro del poder: el presidente de la República. En el sexenio de Carlos Salinas, por ejemplo, fueron frecuentes las remociones de mandatarios estatales por acuerdos tomados en la capital del país. Eran los tiempos del presidencialismo en su máximo esplendor.

Con la llegada de la transición política y del nuevo milenio, los gobernadores ya no tenían que supeditarse a los designios marcados por el mandatario federal. Adquirieron un poder que nunca imaginaron, al grado de convertirse —para analistas y especialistas— en virtuales “virreyes”. En sus feudos nada ocurría si ellos no lo decidían.

Tanta libertad tuvo consecuencias negativas, una de ellas fue el incremento exponencial de las deudas públicas locales. A tal grado llegó el endeudamiento que recientemente se aprobó una ley de disciplina financiera para poner freno a municipios y estados, y evitar nuevas situaciones de riesgo para las economías estatales.

El problema no fue la contratación de créditos, sino la poca transparencia al momento de ejercerlos o la falta de obras que reflejaran el correcto uso de los recursos.

En Veracruz, por ejemplo, Javier Duarte deja una deuda de más de 60 mil millones de pesos, de los cuales una quinta parte es deuda con proveedores, con la Universidad Veracruzana (2 mil millones de pesos), así como pagos pendientes de prestaciones al magisterio. Ayer anunció que pide licencia a su cargo para defenderse de las investigaciones en curso por parte de la Procuraduría General de la República, del Servicio de Administración Tributaria y de la Auditoría Superior de la Federación.

El de Duarte no es el único caso sobre el cual se han hecho ver malos manejos. También hay señalamientos contra los ex gobernadores César Duarte, Roberto Borge, Rodrigo Medina y Guillermo Padrés, a éste último el PAN le suspendió ayer sus derechos partidistas, en tanto se realizan investigaciones judiciales por probables delitos relacionados con corrupción.

Casos como los citados, sumados a los amplios recursos que reciben los partidos y a los intentos por evadir la ley electoral en épocas de comicios, son sólo algunos de los factores que han contribuido a generar un sentimiento de desaprobación general contra la clase política. Sin embargo, uno de ellos es considerado el más grave: la impunidad. Irrita a los votantes conocer de versiones documentadas de malos manejos y que la autoridad no inicie una investigación o que en cuestión de poco tiempo no encuentre elementos de responsabilidad.

Es claro que la solución tampoco debe pasar por crear chivos expiatorios. A la autoridad únicamente se le demanda la simple aplicación de la ley y a los gobernantes la transparencia del uso de recursos públicos. No es mucho pedir.

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