El reglamento de tránsito es respetado, en general, por los dueños de automóviles en la ciudad de México porque no es sencillo escapar a una sanción por parte de las autoridades cuando las reglas no se cumplen. Esa es una cualidad en sí misma pese a la impopularidad de las normas recién endurecidas en la capital del país.

Pero la rigurosidad en la aplicación de la ley se vuelve una afrenta contra un sector de la población cuando hay otros hacia los cuales cual las reglas no se aplican con el mismo rasero. Hablamos por supuesto de los conductores de transporte público y de vehículos oficiales, los que de acuerdo a lo observado por este diario, desestiman las normas a sabiendas de que los policías de tránsito no los perseguirán con la tenacidad con la que van tras los automovilistas.

Tómese el ejemplo de las veces en que los vehículos se estacionan en lugares prohibidos. Cualquier automóvil particular que incurre en dicha practica es de inmediato inmovilizado o retirado del lugar por la autoridad. ¿Cuántas veces se hace lo mismo con las decenas (quizá centenas) de paraderos irregulares de taxis y microbuses que existen en el Valle de México?

No son los únicos. Sectores en los que el gobierno ha otorgado concesiones, como Metrobús o Turibús, además de vehículos oficiales, conducen a alta velocidad o en contraflujo.

Los privilegios no son exclusivos de los transportistas. Los obtienen todos los que están dispuestos a desafiar o a dar dádivas a la autoridad: los franeleros siguen existiendo a pesar de haberse aprobado hace unos años una ley —la de cultura cívica— específicamente diseñada para evitar que dichos individuos fuercen a las personas a proveerles de un servicio que éstas nunca solicitaron. Ni siquiera los parquímetros han logrado retirarlos por completo en las colonias donde esos programas de aplican.

¿Cual es el criterio para perseguir con cada vez mayor ferocidad a los automovilistas privados mientras que otros tipos de transportes continúan transgrediendo normas implementadas desde hace años, particularmente en velocidad y normas ambientales?

Pareciera que para estar exento de las reglas basta con un grupo de presión detrás para imponer la fuerza por encima de la ley. O tal vez se necesita pagar rentas diarias a los agentes. Un automovilista privado normalmente no bloquea calles o lanza piedras a quien le intenta multar; tampoco suele obtener ganancias por transgredir el reglamento, con lo cual pueda pagar “protección”. Comportarse con civilidad en las calles de la capital del país no trae otro beneficio más que la recompensa de saber que se hace lo correcto.

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