Las universidades de los Estados Unidos son lugares fascinantes. El sistema bibliotecario de cada una y la red que une sus acervos bibliográficos es un vertiginoso macrocosmos de conocimientos, más vasto que Wikipedia, y mucho mejor: están ahí las obras mismas, no “resúmenes enciclopédicos”. Algunas de las más notables, como la de Chicago, suelen tener en su profesorado varias decenas de premios Nobel. Nunca olvidaré mi visita, en Princeton, hace casi cuatro décadas, al Instituto de Estudios Avanzados, que tuvo como centro vital durante largo tiempo la figura y el trabajo de Albert Einstein; fui como mero turista, me apresuro a aclarar. Más o menos en los mismos años en que vivió allí Einstein, esa universidad de Nueva Jersey tenía entre sus residentes a Thomas Mann y a Hermann Broch. Los tres, representantes de lo mejor del espíritu alemán, habían encontrado refugio en Princeton, en su universidad, lugar ideal para sus trabajos, para su seguridad y para el honor del país que los había acogido.

Ante lo que se avecina en los Estados Unidos, varias universidades han decidido convertirse en “santuarios” para estudiantes indocumentados. La iniciativa surgió de los estudiantes y de algunos líderes de las comunidades académicas; los primeros pasos se dieron en Wisconsin y a partir de las pasadas elecciones del 8 de noviembre, el movimiento se ha extendido. Los estudiantes indocumentados quedarían, así, protegidos de las amenazas de las autoridades gubernamentales, de la policía migratoria, de las políticas xenofóbicas. Desde luego hay y habrá innumerables obstáculos legales, logísticos y prácticos de todo orden; pero la iniciativa está en marcha, y si llega a consolidarse y, por así decirlo, blindar el lugar de esos estudiantes en las universidades que se han propuesto protegerlos, se sentaría un precedente de salud y de rebeldía en los Estados Unidos, en los momentos mismos en que todo parece allí más frágil que nunca.

En mi infancia no estuve nunca en un verdadero peligro de caer en el odio dañino por los Estados Unidos, el país y su cultura. Esa pasión no echó raíces en mí; una parte de la explicación es que mis padres, rodeados de rojillos de toda laya (y ellos mismos plenamente de izquierda), no cedieron a esa tentación de bajo cuño “anti-imperialista”. Otra parte de la explicación, que tiene diversas puntas, es mi afición por la música popular de aquel país, por su literatura, por su cine. Y desde luego por sus tradiciones libertarias, incluido el fecundo anticapitalismo de las calles de Nueva York y San Francisco. Es un tema enorme y variadísimo: los Estados Unidos en toda su complejidad abismal. Las enmiendas constitucionales son ejemplo de protección de los derechos ciudadanos.

En ese marco se inscribe la iniciativa de las “universidades-santuarios”, del campus como refugio para estudiantes indocumentados. Es admirable; ojalá prospere.

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