Desde su fundación, los Estados Unidos de América se han distinguido por su férreo pragmatismo como forma de vida. Ese comportamiento supone ─como corriente filosófica─ que lo que invariablemente ha considerado esa joven nación para su cálculo político, son en realidad los efectos medibles de sus acciones, orientadas regularmente al logro de su beneficio, utilidad o provecho.

Por ejemplo, su guerra de independencia tuvo como verdadero origen el hartazgo de una nueva clase privilegiada, hoy representada por los “padres fundadores”, quienes ─indispuestos a continuar pagando contribuciones arbitrarias a la corona inglesa─ resolvieron acoger, encausar y defender para su propia conveniencia, las incipientes causas populares de la libertad y la igualdad.

Posteriormente, esa ideología originaria estuvo presente en la doctrina del Destino manifiesto, en la intervención estadounidense en México, en la explosión del acorazado Maine en Cuba y en la incesante embestida al comunismo como sistema económico, así como ─de manera reciente─ en la invasión a Iraq, con motivo de la probable existencia de armas de destrucción masiva.

Su éxito es sin duda irrefutable: hoy en día son la única superpotencia. No obstante, la globalización económica, que fue concebida por el gobierno de Washington como el mecanismo idóneo para la expansión universal del capitalismo de mercado, ha supuesto ─en realidad─ una serie de nuevos y formidables retos en el siglo xxi, los cuales aún no ha sabido cómo encararlos el propio país norteamericano, ante todo por las consecuencias adversas que la misma provoca en el seno de su sociedad.

Efectivamente: bajo las reglas del mercado global, en los ámbitos comercial, empresarial e intelectual, los beneficios que produce la nueva economía multilateral, también favorecen a los países que saben cómo aprovecharse de sus diversas bondades. El supuesto modélico es China, quien ha adoptado el capitalismo frontal hacia el exterior y el de carácter progresivo hacia el interior.

Distintas economías, como la de los Tigres Asiáticos, India, Brasil, Rusia, Polonia y México, también han supuesto un duro golpe para las viejas economías capitalistas, como ha sido patente para los países de Europa Central, quienes no han sido capaces de preservar el Estado del bienestar, justamente a la par de ser competitivos en el ámbito del comercio internacional, todo ello en demérito de sus habitantes.

El dilema para los gobiernos en turno no es sencillo, ya que ser exitoso en el mercado global supone no solamente la flexibilización comercial, de inversiones y aranceles, sino también en las materias financiera, laboral, fiscal y administrativa; todo lo que se ha traducido en descenso en la calidad de vida de millones de trabajadores europeos y norteamericanos, esto último según lo demostró su reciente elección presidencial.

Indiscutiblemente, este complejo fenómeno se trata de una nueva lucha planetaria por los escasos recursos, pero ahora no entre el Norte y el Sur, especialmente por territorios y materias primas, sino entre las viejas potencias económicas versus los países en desarrollo que están dispuestos a sacrificar su presente por un futuro mejor y que a su vez apuestan por la innovación, por la educación y por el trabajo.

Los grandes capitales mundiales, de fuente occidental o no, sin otra nación que la del interés que se basa en su propia utilidad económica, lógicamente se han beneficiado del nuevo contexto con ingentes ganancias a costa de las clases media y baja de los países desarrollados, lo que ha provocado una situación hasta hace poco inimaginable: que los trabajadores europeos y norteamericanos no apoyen a los partidos progresistas que antaño veían por sus intereses colectivos.

Se trata de grandes masas que se sienten traicionadas por su clase política, mismas que ─al no encontrar respuestas expeditas frente a lo que consideran una amenaza con relación a sus derechos adquiridos─ prefieren actuar bajo la regla del miedo, por lo que giran sin mucho problema hacia la derecha, hacia el racismo, hacia la xenofobia y hacía la violencia; es decir, actúan motivados siempre por el recelo de lo que resulta extraño, foráneo y desconocido.

Evidentemente, los grandes líderes occidentales no podrán resolver estos enormes desafíos que plantea la globalización, ni de forma sencilla, ni pronta ni integral. Afortunadamente para el resto del planeta, las soluciones globales a los actuales problemas globales, necesariamente supondrán respuestas globales, para las que deberán ser tomados en cuenta los todos los actores involucrados, sobre todo lo que tienen un peso significativo, como México.

Obama, al calificar en una entrevista a Trump como una persona “más pragmática que ideológica”, le advertía una experiencia que vale perfectamente para el conjunto de la economía global, de la cual el mercado norteamericano es nada más y nada menos que la punta de lanza: “El Gobierno federal y nuestra democracia no son una lancha rápida, son un transatlántico”; para lo que zanjó: “Me di cuenta de esto cuando asumí el cargo”.

En suma, para resolver las insólitas dificultades que presenta el orden mundial en gestación, los Estados Unidos no podrán recurrir, para conseguir sus propósitos como la nación más poderosa de la Tierra ─y como sí lo han hecho en discutibles capítulos de su breve historia─ a la violencia, a la amenaza y a la fuerza. La negociación, el diálogo y la paz deberán ser los únicos instrumentos para encauzar su pragmatismo, aún bajo el incierto mandato de un hombre aparentemente radical como Trump.

Consejero de la Judicatura Federal de 2009 a 2014

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